viernes, 4 de julio de 2008

MOM AMOUR

Bob Esponja no es un anticonceptivo
Bart Simpson

Uno se enamora de la mujer perfecta, y ellas del hombre equivocado. El amor, de todos modos, justifica malabares, sufragios, piruetas igual para mujeres y hombres, los cuales conforman verdaderas repúblicas de dudas, deseos, disculpas y nuevos intentos. En lo personal mi amor chiquito no se compromete a prontas dimisiones. Si bien dicen que por mi comportamiento colérico, celoso y hasta mal educado merezco la muerte o estirarme de los flancos derecho e izquierdo, o lo mejor “ay Luis Daniel, no sé que voy hacer contigo, quizá te meta a un garrafón”, cada distanciamiento me hace ir por el gran lago de la vida como remando hacia atrás mientras la mujer que amo llega al trabajo como recién bajada de un crucero por el Caribe.

¿A poco el amor no nos hace surrealistas?

Confieso que soy lo humanamente cruel como lo soy humanamente bondadoso, y que todo depende de quién empiece el rompecabezas que cada uno trae entre manos después de ir al cine, cenar unos quesitos, saborear tres o dos chocolates, contestar un montón de llamadas pendientes en esas cosas malditas que son los celulares

-Mi vida, apaga esa chingadera
-Orita
-Mi amor, ven dame un besito
-Orita
-Cariño, Tonalá no se hizo en un día-Ori…¿Queeeeé? ¿Con mi pueblo no te metas!

Entonces mis nobles sentimientos (parecidos a un beso en su frente a las 7:30 de la mañana) intentan reacomodar la secuencia de nuestras vidas sin que ella me recuerde a sus exnovios y yo a mis exnovias, que siempre salen a colación como traspiés, piquetes de ojos y una que otra mordida en el alma.

¡Viven como perros y gatos! grita su amiga Valeria, que también es mi amiga, pero en estos casos es unilateral a la causa feminista y se acomoda como porrista del América o los Jaguares al lado de la mujer que amo. Y ahí me tienen sin beso, sin abrazo y sin una sopita caliente (receta familiar, a 3.50 la bolsa. Gracias por su compra)

Otra cosa es que compartir el mismo oficio, el de escribir, en distintos periódicos hace que existan pequeñas guerras por notas, temas y hasta por quien está mejor posicionado en el mercado (San Juan, por supuesto)

Pero el amor, después de las dos de la mañana, es como caminar descalzo en la oscuridad, recordar en voz alta cada uno de los momentos más tiernos y cariñosos que sumamos durante el día. Es ahí, cuando al verla dormir y desde la altura de una nube iluminada por la luna, sé cuánto la amo.

A veces se levanta y me dice-¿Otra vez no puedes dormir? ¡Es tu conciencia!
Y recuerdo esa frase de Joaquín Sabina que dice “el amor es el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño”. Por lo que desvelarse es poner el resto, apostar hacia donde nos conducirá la imperiosa necesidad de molestarnos el uno al otro.

Hace algunos días revisábamos su proyecto de cuentos para niños cuando me recordó que soy bien malo con mi amigo Carlos, sobre todo porque siendo anfitriones de alguna reunión y sin pedir permiso para decir groserías, soltaba la siguiente petición

-Putitín, me estoy secando, pásame una cerveza
-No le digas así- me regañaba entre dientes mi bella dama. Por lo que corregía
-Órale pues ¡Ea, Dragón Ball, pásame una cerveza! Y he ahí sus ojos, como dos dragones desperezándose, a punto de lanzar fuego sobre mí, o como Red Sonja levantando su espada y ¡zwan! mi cabeza rodando por el piso.

El amor en si mismo tiene un error de perspectiva y asfixia porque se trata de someterse a las duras pruebas que da la vida desde sensibilidades y emociones dispares, cuya excepcional energía hace que el mundo gire, no se detenga. Cada palabra dicha, al paso del tiempo, se reconoce al tacto, remonta sobre un barco de papel el fardo de los desaciertos y nos devuelve la inocencia. Reconozco que no hay día más triste cuando ella no me habla y se enoja y efectivamente no sabe qué hacer conmigo.

-¡Te quiero matar! me dice en el teléfono a manera de señal, de luz de faro en la alborada de su voz desde el mar del Soconusco. Por eso siempre regreso a casa, a sus brazos, a su cuerpo, el amor, que no es un juego de ciegos, sino el de dos niños perdidos en la gran ciudad.

San Agustín Etla, Oaxaca, México

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