Cuando alguien me habló de galletas, busqué una silla para subir y alcanzar la caja que estaba encima del refrigerador. Chocolate, vainilla y coco las hacen género, pericia y encanto; galletas, las galletas. ¿Quién no se vuelve loco por las galletas? Las galletas, además, es una palabra muy chistosa. Es como si se juntaran miles de súplicas al querer morderlas: ¡no, no, no!… y ¡zaz!, la mordida.
A veces, y en honor a todas las mitades, permanecen en ese rigor en tus dedos: una mitad adentro, otra mitad afuera; pero también se hacen pedacitos, un ejército de pedacitos e igual, vestigios de una buena mordidota.
Cuando alguien me habló de galletas, fui por un vaso de leche, mi pijama de Scooby Doo, el DVD de la película Shreck 2, mis cigarros de la caja fuerte y el encendedor mágico donde se desnuda para mí solito una mujer que nunca me dice su nombre.
Las galletas se deshacen aún redondas, rectangulares o cuadradas y, ahí, la purificación geométrica. Saben bien las galletas, creo que por eso la vecina le grita a su esposo todas las noches "mi amor, mi amor, métele galleta", "sí, sí, sí, más galleta, más, más, más...". Y al igual que yo, las comen en la cama y ven películas, aunque creo que nada más les gustan las de guerra porque sólo se escucha ¡ah, foc!, ¡ah, foc!, ¡ah, foc!
Mi amigo Omar Navo, que habla bien el inglés, dice que foc es algo así como ¡me muero!, ¡me muero!
En fin, vivan las galletas.
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