Dicen que tengo los ojos
grandes, y me gusta tener los ojos grandes. Mi nombre, no importa; decirlo me
provoca ansiedad pues quisiera ser otro, pero eso sí, conservar mis ojos
grandes ya que eso me permite estar alerta. No creo en nadie, sólo en mi mamá y
dicen que sí, tengo hermanos mayores que yo, pero no los extraño y mucho menos
los quiero. No sé si tengo un lugar de origen, una ciudad en 3D, si debo
aprenderme nombres de héroes nacionales, si un caramelo sigue costando un peso
y si George Lucas me contestó la carta donde le pedía un Chewbacca con muchas
carrilleras; sé que tengo un expediente de 420 páginas, una terapeuta a la que
le brinca un párpado –el derecho– cuando me pide que hable, que cuente por qué
he decidido no hablar, no expresarme si no es con textos, dibujitos y mi
superhéroe favorito: El Sorprendente Hombre Araña.
Y la escucho, pero me invento mis propios mecanismos de
conversación: ella habla, yo parpadeo o escribo Led Zeppelin Helado
Sprite Futbol Me gusta esa niña No lo sabe Qué importa.
No hablar –y que según y debido a cuestiones de diagnóstico– es triste y malo,
no me interesa ¿Por qué esa insistencia de querer que uno hable de lo que duele
y molesta? Yo he golpeado a muchas personas y no voy a la escuela, estudio en
casa y leo y escribo historias. Quizá, y lo he pensado, hablaría con Guillermo
del Toro, Tom Brady, Lio Messi, Héctor Miguel Zelada.
¿Qué cómo empezó todo esto? Pues como suelen pasar las cosas malas: ser el más
pequeño en un grupo de adultos en una noche donde mis hermanos me presentaban
como “mi hermanito”, y yo sin poder contradecirlos “no, no, no, que soy el
Sorprendente Hombre Araña; qué, no se los he dicho”.
Una fogata, la playa, la luna llena, la arena, cervezas, marihuana, “el
hermanito”. Y el cansancio, el aburrimiento, la oscuridad, y mis ojos que se
cierran y la piel sudorosa y caliente de un hombre que dice ser mi amigo y que
se restriega en mi espalda. Es un sueño, pienso. Y efectivamente, es un sueño
que arde, quema, se incendia y no se hace ceniza. Un sueño que no me permite
crecer, un sueño que me orilla a buscar otras playas, un lugar donde vivir sin
miedo, un planeta rocoso que me permita ser un Alien carnívoro, o estar en otra parte
donde no exista la noche ni hombres sudorosos que te tomen por la espalda y
despiertes en el reino de la devastación, la tristeza y la vergüenza.
No, yo no siembro flores y no creo en la amistad y no me conmueve leer El
Principito. Al carajo El Principito.
No quiero hablar, y sólo pido que se respete mi oficio: deslizarme entre
enormes rascacielos en Nueva York.
Hoy tengo cuarenta años y actúo como un niño violento de ocho años.
He consumido todas las drogas que pude y perdí la visión de mi ojo izquierdo,
pero tengo un lugar especial a donde ir cuando me siento triste; es una tienda
con cristales enormes y donde mis ojos grandes me permiten ver a mi proyecto de
novia.
A veces, con mis superpoderes, puedo estar a su lado sin que ella se dé cuenta
y cuando llueve, me consigo gabardina y sombrilla y le ayudo a caminar por la
ciudad, y es cuando pienso que sí, sí tengo un chance de no vivir avergonzado y
que el PacMan no ha pasado de moda y que los hombres sudorosos y que te toman
por la espalda y te lastiman no tienen una Máquina del Tiempo como la que yo
tengo.
Sin embargo algunas veces –me sigue pasando– soy violento y cruel, pero cada
vez que pasa voy descubriendo trucos para no hacerlo; el último: comprar muchas
pastillas de menta y soplar los cristales de la tienda y decirle a mi proyecto
de novia “mira, estás en Nevada”.
Tengo cuarenta años y aquel niño de ocho años llora conmigo.
Tengo cuarenta años y mi nombre no importa; dime “Sorprendente y valiente
Hombre Araña”.
Luis Daniel Pulido
* Este
texto es parte de la campaña en contra del abuso sexual infantil.