Conocí una niña. Tiene ojos muy bonitos. Se pone de puntas para sacar libros del estante, y su falda –como el paso lento de los barquitos en el agua– se alza para mostrar dos centímetros de piel, más de lo que a un caballero le está permitido.
Yo soy un caballero, tengo armadura y pancita, una estufa destartalada que no es un monótono caballo, sino el fuego necesario para que el plop plop plop plop de las palomitas extra mantequilla haga bailar a los dragones cuando tienen fiesta.
Me encantaría invitarla, pero a ella sólo le importa leer su libro, trazar con sus dedos explanadas de sueños y silencios, ese temblor que produce el mar contra las manos cuando se navega en la oscuridad y sin lámparas.
Yo me acerco, no mucho, y dibujo un par de botes salvavidas para casos de emergencia.
Algo la aflige, algo la asusta, y yo como ratoncito experto en el tocinito crujiente, busco el extremo de la hebra.
Frente a ella y su libro me quito el sombrero, hago la reverencia y le doy mi palabra: Te voy a proteger de los hombres malos.
Pero antes: ¿Me enseñas a amarrarme las agujetas?