viernes, 14 de mayo de 2021

CHIPILÍN CON BOLITAS


 

Mi amiga Faby Rebolledo me pregunta para quién escribo. Y pienso que no hay centro de alguna hipótesis, un “escribir a conciencia”, un pararrayos para el gran lago de la amnesia. Hay nuevos barcos con los que navego. Hay palabras no inventadas, que han estado ahí por miles de años y que yo veo como pájaros, líneas temporales de galaxias lejanas, donde a veces pasa mucho o simplemente no: duermen y despiertan en el corazón de un pelícano, por ejemplo. Eso sí, me niego –sépanlo– a ser poeta. Poeta como los jóvenes de acá, engatusados con la gloria y el queso podrido de las instituciones.

Escribo porque es lo más parecido a manejar una bicicleta, porque una gran fila de árboles no necesita de la ingeniería de un falso vendedor de sueños, porque las palabras una vez subidas a un barquito de papel no se amedrentan al milimétrico corte de los tiburones: si son devoradas por éste renacen en lágrimas o sonrisas; y si se mueren en el papel en blanco, no pasa nada.

No siempre fue así, claro, fui joven y atribuía al oficio películas de vaqueros. Ajustes de cuentas. Disparos a la cabeza. Pero escribo y a veces desmonto mentiras y planteo conflictos y pongo sobre la mesa un largo etcétera en forma de trenecito donde cada lector escoge su destino. Y me rasco la nariz o me como una galleta. O me como la galleta. O me acomodo los lentes. Y me como la galleta.

Escribo porque siempre hay una dirección hacia donde caminar. Me levanto y hay un mundo frente a mí que se descontrola: que el mar, un montón de caballos corriendo por ahí, un relámpago que asusta gatitos en cajitas de arena, un viejo comic que se deshoja, mis padres muertos, una muchacha en bikini que dice mi nombre, calabazas malévolas, el señor Steve Ditko, la señora Anita Eckberg, un tal Moebius, botellas al mar, monstruos del espacio, un portero: Gordon Banks.

Hubo un día, porque hubo un día, que besé a Marianne Faithfull.

Y hubo otro que me dejaron un bonito perrito en la puerta.

Escribo porque acorto las distancias entre el Cielo y la Tierra. O eso, al menos, siento.

Pero a veces me da mucha hambre y dejo todo.

Luis Daniel Pulido

 

 


martes, 11 de mayo de 2021

LA REALIDAD DE LOS OJOS TAPATÍOS



 

1

En el mundo hay mitos, algunos sobreviven por su belleza o por su música de fondo o por su paso entre el silencio de tantos libros. Y podría ahondar con bibliografías o conceptos, trazar un marco lingüístico, no sé, desarrollar una tesis. Pero lo que quiero escribir va más con algo sencillo: un juego de futbol, los cuartos de final de la Liga MX Femenil entre el Atlas y el Pachuca. Ganó el Atlas Femenil. Y jugarán su primera semifinal. Acostumbro siempre apuntar en una libreta aspectos técnicos, parados tácticos, características futbolísticas de las jugadoras que comparto en Twitter. Y así fue con el juego que vi. Pero acuso de una memoria recurrente, al reflejo de mi imagen en el agua, al niño que fui.

2

Infinidad de veces escuché aquello de lo bonitos que son los ojos tapatíos y con los que me inventaba novias posibles. O imposibles. Y las tuve. Las recuerdo pacientes, divertidas, maternales. Me cuesta tanto estar presente en una conversación, una clase, un proyecto. Siempre divago en otro planeta, en otras camas, otros patios, otras playas, miles de poemas. Y eso en Chiapas me ha costado y muy caro: burlas y más burlas. E insultos. Por eso las recuerdo con tanto cariño.

3

Vuelvo al juego donde vi y corroboré lo que se dice de las tapatías: que tienen los ojos más bonitos del mundo. El marco fue un juego de futbol, hubo tensión, fuerza, coraje y alegría al final. Y fue un momento: la portera vio a la cámara. Sus ojos verdes. El mar a veces se abre y te deja ver la piedra donde se forjaron estas palabras escritas hace miles de años.

 

Luis Daniel Pulido


¿CUÁNTO TARDÓ EN LLEGAR ESTE BARQUITO?



 

Para Licha, Jorge y Vale

 

La amistad no es el frac gris perla de un poema, las palabras que devoran sombras a los espejos: es un camino no caminado, el gato perezoso con su peregrinaje onírico, una caja –que si la abres– te regala sorbitos de agua con pequeños remolinos de cangrejitos ojones que se parecen a mí.

No son estas líneas, tampoco. La amistad es como el rayo que abre la tierra porque jamás –ese es el temperamento de los rayos– se alinea a los manuales de las buenas costumbres.

No es el muerto de cuerpo presente de las instituciones culturales, la resonancia del elogio fácil, es un montoncito de variables: hace unos días estaba en un archipiélago ruidoso de Centroamérica, y ayer ya en San Cristóbal de Las Casas dejando barquitos en las copas de los árboles, en los tejados de las casas, en una obra de teatro, en una cajita misteriosa, hasta llegar a una escuela llena de niños y niñas donde un señor peloncito y regordete que se llama Jorge y una muchacha bonita que hacía hablar a muchos personajes y se llama Licha Matita, les leían cuentos.

Yo fui por una silla y pregunté si al terminar la función me podía tomar una foto con ellos.

¡Click!

Es así que veinte años después conocimos nuestros rostros y escuchamos nuestras voces.

Y nos abrazamos.

Un árbol prehistórico nos da sombra.

 

Luis Daniel Pulido