Mi amiga Faby Rebolledo me pregunta para quién escribo. Y pienso que no hay centro de alguna hipótesis, un “escribir a conciencia”, un pararrayos para el gran lago de la amnesia. Hay nuevos barcos con los que navego. Hay palabras no inventadas, que han estado ahí por miles de años y que yo veo como pájaros, líneas temporales de galaxias lejanas, donde a veces pasa mucho o simplemente no: duermen y despiertan en el corazón de un pelícano, por ejemplo. Eso sí, me niego –sépanlo– a ser poeta. Poeta como los jóvenes de acá, engatusados con la gloria y el queso podrido de las instituciones.
Escribo porque es lo más parecido a manejar una bicicleta, porque una gran fila de árboles no necesita de la ingeniería de un falso vendedor de sueños, porque las palabras una vez subidas a un barquito de papel no se amedrentan al milimétrico corte de los tiburones: si son devoradas por éste renacen en lágrimas o sonrisas; y si se mueren en el papel en blanco, no pasa nada.
No siempre fue así, claro, fui joven y atribuía al oficio películas de vaqueros. Ajustes de cuentas. Disparos a la cabeza. Pero escribo y a veces desmonto mentiras y planteo conflictos y pongo sobre la mesa un largo etcétera en forma de trenecito donde cada lector escoge su destino. Y me rasco la nariz o me como una galleta. O me como la galleta. O me acomodo los lentes. Y me como la galleta.
Escribo porque siempre hay una dirección hacia donde caminar. Me levanto y hay un mundo frente a mí que se descontrola: que el mar, un montón de caballos corriendo por ahí, un relámpago que asusta gatitos en cajitas de arena, un viejo comic que se deshoja, mis padres muertos, una muchacha en bikini que dice mi nombre, calabazas malévolas, el señor Steve Ditko, la señora Anita Eckberg, un tal Moebius, botellas al mar, monstruos del espacio, un portero: Gordon Banks.
Hubo un día, porque hubo un día, que besé a Marianne Faithfull.
Y hubo otro que me dejaron un bonito perrito en la puerta.
Escribo porque acorto las distancias entre el Cielo y la Tierra. O eso, al menos, siento.
Pero a veces me da mucha hambre y dejo todo.
Luis Daniel Pulido
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