¿Y ahora qué hago?, me
pregunto. El mar, las ventanas, las islas, los audífonos, el silencio han sido
rebasados. El análisis puntual del país, los diez capítulos sobre las
organizaciones clandestinas de tu novela y el chivo expiatorio infiltrado por fuerzas
oscuras, ya no tienen respuesta. Tu respuesta paciente que me daba pistas para
ver qué tan buen detective era, mientras tú cortabas flores o buscabas a tu
gato que se escapaba por la ventana. En un instante ya no tengo nada. Ni a mi
hermano amado ni los lugares a donde fuimos felices con papá: Guaymas, Ciudad
Juárez, Guadalajara, Ciudad de México, ni ya no seremos más Topilzín ni Zip
Pulido ni el chimpirín cuachito. Ya no tengo nada, ni tus caminatas por
Coyoacán ni el paso a paso de los libros que tradujiste ni tus lecturas a mis
poemas ni los barquitos que fueron reclasificados como naves espaciales. ¿Y
ahora qué hago?, me pregunto. Desconozco las funciones sociales del éxito, si
es que las tiene, y acomodo los libros y los textos que estuvieron tirados
desde el día de tu muerte. Limpio mis viejos lentes y abrazo a mis perros y
porque hay un espejo al final de cada día triste, me veo entrenando de portero
Y eso hice, Marco. Entrenar. Lanzarme por un balón. Escuchar cantar y
revolotear a los pájaros. Qué felices fuimos, recuerdo. Fueron evidentes los
saltos al vacío: escribir y leer para divertirnos. Y sabes, te soñé en Fenway
Park y también en el Frontón México tomado de la mano de papá. Con nuestra
bellísima hermana Ofelia. Con Ana en Boston. Y recuerdo esa bonita tarde y tu
discurso en el homenaje a tu mejor amigo, Alí Chumacero. Tengo el video. Es mi
tesoro. ¿Y a ahora qué hago? Me pregunto. Y me pongo una soga al cuello y tengo
miedo. Tengo miedo de morir. Tengo miedo de la muerte. Y me tiro al piso a
llorar. Y te escucho, clarito “No,
Daniel, el más pequeño de los Pulido, eres el Dios del trueno, el Hombre Araña
y termina tu misión en la Tierra”. Y vuelvo a armar barquitos. Y acá sigo.
Luis Daniel Pulido