Digamos que el caminito silencioso aquél,
mío, tiene ramales y que el historiador —el de mi gusto— lo que viene a hacer,
con su narración, es revelármelos, volvérmelos platicables.
Jesús Gardea
La memoria no es fiel –dicen;
para el melancólico es un acto de retracción, y para el extrovertido un estado
de disponibilidad: ambos, palabras más, palabras menos, narran, inventan,
mienten, aciertan. Pero la memoria –la social– nace de la conciencia de lo
perdido. Idea de tiempo e historia pero no en el sentido académico, sino como
un dóberman que muerde o el rayo que irrumpe en la noche. “Nos han dado la
tierra”, reza el clásico, ingenuidad que no basta como no basta pisar la arena,
hacer camino sin ver el desempleo, la corrupción, la violencia, la inseguridad,
el espiral de supersticiones y de breviarios espirituales hacia la misma casa
de espejos: tradiciones y costumbres, liturgia de luz y sombra.
La memoria
–antropológica en su fondo– es un continuo de evidencias, proyecto de largo aliento
que no se alinea al testamento, al contrario, es testimonio vivo, una sociedad
de lectores e intérpretes. Fantasmas y seres humanos que se mueven.
La memoria no como
fetichización de los territorios, de los protagonistas, de los herederos y
desde los guiños del poder político y de las instituciones, sino desde los
finales abiertos que dan los cruces de caminos, los supervivientes, cada hijo
pródigo que vuelve.
Gravita la geografía,
lo que deja el tren, los hombres y las mujeres y los niños y las niñas reflejados
en un charco de agua después de la lluvia en Chiapas, resquicio de humanidad
contra lo geopolítico –término que avala la ambición autoritaria de gobiernos y
empresarios, principales usurpadores de la información e historias oficiales.
Que la memoria,
entonces, parta la tierra y encuentre agua para los necesitados.
No olvidamos.
Luis Daniel Pulido