lunes, 28 de septiembre de 2020

CIELO SUR


 Foto: Roberto Bernal 


Digamos que el caminito silencioso aquél, mío, tiene ramales y que el historiador —el de mi gusto— lo que viene a hacer, con su narración, es revelármelos, volvérmelos platicables.

Jesús Gardea

 

La memoria no es fiel –dicen; para el melancólico es un acto de retracción, y para el extrovertido un estado de disponibilidad: ambos, palabras más, palabras menos, narran, inventan, mienten, aciertan. Pero la memoria –la social– nace de la conciencia de lo perdido. Idea de tiempo e historia pero no en el sentido académico, sino como un dóberman que muerde o el rayo que irrumpe en la noche. “Nos han dado la tierra”, reza el clásico, ingenuidad que no basta como no basta pisar la arena, hacer camino sin ver el desempleo, la corrupción, la violencia, la inseguridad, el espiral de supersticiones y de breviarios espirituales hacia la misma casa de espejos: tradiciones y costumbres, liturgia de luz y sombra.

La memoria –antropológica en su fondo– es un continuo de evidencias, proyecto de largo aliento que no se alinea al testamento, al contrario, es testimonio vivo, una sociedad de lectores e intérpretes. Fantasmas y seres humanos que se mueven.

La memoria no como fetichización de los territorios, de los protagonistas, de los herederos y desde los guiños del poder político y de las instituciones, sino desde los finales abiertos que dan los cruces de caminos, los supervivientes, cada hijo pródigo que vuelve.

Gravita la geografía, lo que deja el tren, los hombres y las mujeres y los niños y las niñas reflejados en un charco de agua después de la lluvia en Chiapas, resquicio de humanidad contra lo geopolítico –término que avala la ambición autoritaria de gobiernos y empresarios, principales usurpadores de la información e historias oficiales.

Que la memoria, entonces, parta la tierra y encuentre agua para los necesitados.

No olvidamos.

Luis Daniel Pulido


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