Hubo un tiempo que llegaron a la Prepa hermosas chicas de Montevideo. México repartía papeles políticos para las elecciones del 88, y todo estaba listo bajo el yugo Salinista. En ese entonces mi banda favorita era Motley Crüe y por esa insólita red de relativismos deportivos (sobre todo si usaban minifalda) me declaraba “hincha” de Nacional. Las uruguayas también se consolidaban como los poemas fundamentales para entender la literatura de mi generación, cuyo punto final siempre era un granito o camaradas afectos a la mano peluda.
Con la reanudación de las protestas por fraude electoral, nos abandonamos a favor del cine de Woody Allen y amar nuestra propia tumba de ciudadano sin tráiler park en el México moderno. Pero fue Karina Handall la que me dobló las orejas; y entre conciencias políticas y razones sexuales le declaré mi amor de cielo bocabajo (Hay países que no tienen remedio y México y Uruguay eran de esos).
Recuerdo que decirle si quería ser mi novia fue como si ella fuera Enzo Francescoli y yo el dueño del Olimpyque de Marsella ofreciéndole un buen contrato. No faltó para celebrar el corte argentino, postales de Punta del Este, un dossier de humillaciones contra el Atlas de Guadalajara y, por fin, el beso que a su vez es el opio de los poetas. No recuerdo si escribí alguno, pero en los entreactos de las clases eyaculé pedestales vacíos en una vagina republicana que humedecía figuras liberales. Hacíamos el amor como si ella y yo disputáramos una final de la Copa Libertadores, redimidos sólo por los penaltis y la Sheherezada de su aliento en mi rostro. No faltaron las discusiones por si el arte debía tener ojos serenos o iracundos, si Onetti era el Bukowski sudamericano y que un chingo de gracias debía de darle al pueblo uruguayo por la contratación de Robert Dante Siboldi. Entonces yo arremetía contra ella –en la privacidad de su dormitorio- con mis discos de Motley Crüe a todo volumen. Imposible olvidar su figura en la cama, de mujer tendida en la playa, con el sol y sus agujas de coser haciéndole un bikini azul que en menos de tres gaviotas al vuelo estaba en mis manos. Y faltar a clases para leer grafitis “polvo eres y en polvo te convertirás…y entre polvo y polvo nos divertimos”, “Cuauhtémoc Cárdenas, Presidente”, “Chinguen a su madre los Tecos”, y después tomarle la mano y entender que el amor es lo más parecido a comer algodones de azúcar sin importar que el resto tire a quemarropa desde helicópteros de palomitas ¡plop! ¡plop! ¡plop! ¡plop!.
En 1988 la besaba bajo banderas que repicaban restos de una luna rebosante, en largos corredores de barrilitos de cerveza y jardines de crisálidas. En 1988 vimos topos cavando la libertad de un país que no quiere serlo, así también los colores del arcoíris comprimidos en bolsitas de cocaína. Y más discos de Scorpions, Slade, Uriah Heep, Iron Maiden, Metallica, Deep Purple, Ozzy Osbourne, Charly García. La bicicleta que robamos en el estadio Jalisco para llegar a ver los 35 cambios de ropa de la aspirante a top model mientras masticábamos cubitos de hielo sentados en el régimen absolutista de las pasarelas.
En Uruguay, me decía, el alba se parte en dos mitades antes de zarpar hacia los capitales europeos; en una de las mitades mamá me dejó 3 500 dólares para viajar a México.
Esa vez los líderes de la Prepa nos recordaron que las democracias en América Latina completaron su ciclo en el último disco de Silvio Rodríguez, y quienes saltaron al interior del discurso revolucionario lo hicieron para sumarse a la gran ruta de oportunistas que forjaron el estado de ánimo de lo que es la actual trova: mariposas, covers de Pandora, niños y niñas de rosa (¡Puta madre, cuánta falta me haces Motorhead!)
Pero la vida es para mí desde ese día estar a medio camino entre sus ojos verdes y los vidrios astillados de la Uruguay disidente, entre este poema y el ritmo que marco con los pies: inolvidable verano lleno de caminos de terracería reflejados en el espejo de un autobús con destino a Tuxtla Gutiérrez.