La recuerdo muy bien porque hacíamos muchas cosas juntos, desde disfrazarnos de planetas que, dependiendo de la rotación de la Tierra, brillaban implacables en literas, hasta de guías que llevan a su pueblo a la gran misión histórica de comer cerezas cultivadas en Marte.
La recuerdo muy bien: su mamá (leer Pollito Card*) hacía las más ricas tortas de ídem sancochado, y sus vecinos –amantes de los deportes prehispánicos– llamaban a su equipo de fut Chamulas Pagüers (no confundir con los Powers Rangers).
La recuerdo muy bien, siempre bonita liderando la escolta o debates de la escuela, y que vivimos a unos pasos de la Alameda.
Recuerdo su viaje a la ONU para solucionar la crisis de alimentos, las vueltas a la esquina para darnos tres besos, las veces que subimos a árboles de eucalipto para darles recaditos de la buena suerte a estrellas fugaces.
Recuerdo el ¡yija! al montar bicicletas en cielos abiertos que jamás permitieron ser calles o avenidas, acaso una postal, una fotografía, el horizonte que nos reinventa.
Recuerdo sus ojos tristes, los ícarus de agua salada que resbalaban por sus mejillas, las redes que desde su mirada lanzaba para atrapar peces o los milimétricos compases de los mares europeos a donde viajábamos a cada rato.
Recuerdo que nos negamos a contener la respiración bajo las profundidades del océano que abría las ventanas, los cuadernos de notas que jamás pasamos en limpio y permanecen con rayados y tachaduras como si amarse nunca pasara de nuestra primera clase de esgrima.
Recuerdo que juntos vivimos los mejores años, y que por ello no la busco en historias de fantasmas, sino en los buzones de los libros que leímos ese año que una tormenta gigantesca se apareció bajo las almohadas y aprendimos a hacer el amor para protegernos, para reescribir –donde quiera que estemos– la versión definitiva de la historia.
Ayer, alguien dijo: Que Dios los bendiga.
Y así escribí esto.
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; México. Octubre 27, 2010
*Libro editado por la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas