La fotografía contemporánea –como la poesía– sujeta su
libertad al protagonismo: historias breves y particulares de fama. Y es regla,
eso me parece, la disponibilidad a hacer círculos de complicidades a condición
de tenerlo todo: “likes”, comentarios, “retuits”, un nombre y un lugar libre de
las devaluaciones propias de la Red: las voluminosas migraciones a escándalos
de los que no serás parte. Guetos que tarde o temprano compartirán el mismo
destino: el olvido y el anonimato.
Sin saber distinguir ni diferenciar las perspectivas ni las
pretensiones ni ninguna escuela o influencia, todo es tragado y vomitado por
las masas y el dominio público. Saturados de convenciones e ideas generales, se
imponen las reglas: igual se finge una emergencia, igual se finge una
democracia.
En ese océano oscuro de voces correctivas, ávidas de
reconocimiento y gritonas –altares de la corrección política, santuario de
bastonazos– me detengo (pericia que me aísla del flujo del mundo) y veo una
foto: en ella la tierra, la cosecha, el espectro radiante de un sol tímido que
se filtra ante la lluvia inminente, el continuo acercamiento a la nostalgia,
libre de la soberbia del fotógrafo y su necesidad de protagonismo y no como
apuesta de transparencia imaginativa.
El mundo sí se detiene, a veces, y no en función de las
redes sociales. Doy fe de ello viendo una foto, bajo la sombra de una casa que
no conozco, frente al autor de la foto que sí conozco: Roberto Bernal, mi amigo
que procura el silencio para perderse.
ROBERTO BERNAL: UN EXTRAÑO EN LA MULTITUD
Las
hojas fingían la postura pálida de la tarde. Pero la luz las traspasaba:
torcían la dirección de su movimiento. Atrás de ellas circulaba el aire del
huerto, mientras imaginaba el caer del mango, su aproximación verde de
primavera, y las lluvias que harían su cáscara amarilla.
Roberto
Bernal
1
La fotografía de Roberto Bernal no se circunscrita a los apremios de hacer
arte, folclore, pueblos mágicos. Evita el centro y camina al margen, a un lado,
en la periferia, como ruta de supervivencia y no de lamento y pobreza, enfoques
que, seguro, dan premios o becas. Robert Bernal asume elementos de retracción
con el fin de generar un espacio a unos metros de un limón o de un hombre que
ara la tierra, de cuyo interior subraya silencios en un mundo que va demasiado
rápido. Para Roberto no son importantes las representaciones, sino el atrincherarse
con los ausentes, honrar a los amigos. Y mirar más allá de lo siempre visto,
evitar el continuo acercamiento, la sugestiva indiscreción y bulla del
fotógrafo como protagonista. No hay en él la disputa encarnizada del fotoperiodismo,
el espejo de la impostura y la soberbia. Es su fotografía un relámpago
emocional que, ganando parcelas, no apunta a sacrificarse ante los altares de
las redes sociales.
2
Su fotografía, pues, no es el martilleo desolador de un país que se
derrumba, ni el “laberinto de la soledad” de una visión mesiánica, tampoco un
acto para la aceptación y el reconocimiento ni un modelo de denuncia. Él
transita por caminos que se suponen cerrados: el de la intuición y la
paciencia. Y como lector de Rulfo, hace de la fotografía el acto
sencillo que lo aleja de los aspirantes a genios de tiempo completo. Y nos hace
saber que la fotografía, efectivamente, tiene que ver más con Rulfo:
–¿Qué es? –me dijo.
–¿Qué es qué? –le pregunté.
–Eso, el ruido ese.
–Es el silencio.
Y no con la producción de escenarios, esa cuota temática disfrazada de
proyecto, y que nos satura de participantes, imágenes y ruido. Y en un mundo
donde todos somos dados a convocar públicos, destaca, el hombre callado que se
pierde en el monte.
Llueve.
Luis Daniel Pulido