En México la corrupción provoca líneas a escala donde la gente sube, se tropieza o baja. Es aparentemente un tema de discusión, de matemáticas, de polémicas y censos, un territorio onírico incapaz de legitimar la mínima utopía.
Nosotros –error, impericia, pequeños detalles– nos ponemos en la boca del quien grita más, en los espirales de las redes sociales, y no sé si esperamos un milagro o al menos eso nos sirve como atenuante ante nuestra falta de valor cívico.
Es México un país de luchas sociales (las del Norte las únicas, las reales; las del Sur, reducidas a sus márgenes de maniobra, primero por reglamentar su ejercicio a través del periodismo local, ONG de todos colores, guerrilleros con licencia para turistear, como en Chiapas donde el hilo entretejido del espectáculo nos catapulta al primer mundo patrocinados por Tv Azteca o Televisa deportes) que hasta el más ingenuo se engalla y a las dos horas vuelve al silencio del módem por la pachurrez de las frases de protesta que lo fosilizan ante el “enter” nuestro de todos los días.
Si los reenvíos por mail que acusan a los malvados políticos tuvieran un mínimo de éxito, la libertad no se entendiera como un juego de PlayStation, como interpretación de lo nominado, padrones obvios de estudiantes, asalariados, zapatistas, filántropos que en sus tiempos libres subsidian desde su silla la revuelta que triplica a los hombres valientes. Es broma, claro.
A veces hasta pienso que nuestras revueltas tienen más de hobby que de batalla, y el ejemplo de que sea así es que acá se construyen teorías, capítulos de diarios íntimos (muy íntimos), nada que ver con el ejemplo de los jóvenes chilenos (acá hasta los colectivos de poesía lo primero que te dicen es que no son subversivos)
Podemos, pues, seguir en la simulación, el chisme, el recurso –entusiasta, sí– de denunciar desde tu Liga Leninista o de Ultraderecha por un mundo totalmente zoque, maya, fraislescano, posmoderno; pero en un país de realidades fatales, las apariencias bien caben en un frasco que se agita y se desparrama y que todos pisotean: tú, un zombie, un zeta, todos los que son Marcos, Ramírez u Ortegas, personas enamoradas de sí mismos cuando caminan bajo el sol en una caravana por la paz y a pesar de ello, no sé por qué, no se tiene la fuerza de salvar a D’Artagnan de las tropas de Vauban.
Imagino que es porque yo veo una película distinta. Y qué bueno.
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; México
Luis Daniel Pulido