Mi infancia en St. Louis es cierto matiz de
rojo ladrillo, un rojo oscuro, casi melodioso, sombrío, veteado de azul. No me
refiero a la real, sino a la falsa infancia que se extiende desde el despertar
de la conciencia hasta el día en que abandonamos el hogar para irnos a la
universidad.
Harold Brodkey
El futbol es un trayecto de recuerdos
compartidos, de nostalgia que se construye con el primer balón que se toca de
niño hasta el último día de nuestra vida: una postal de invierno, amigos que
esperan el sol en la madrugada, mujeres bonitas, una autopista y la radio del
coche y el relámpago que se rehace en la tormenta, la grieta de luz que ilumina
la memoria.
Después de un juego donde sorteamos las
circunstancias turbulentas del clima y de la edad, ganamos, y por eso pudimos
retomar la conversación donde nos quedamos en el último juego cuando fuimos
jóvenes. Ayer fue mi amigo César Maturana. Una misma vida en geografías
distintas. Esa bandera de aventuras que sale a ondear para los amigos y
bebiendo algunas cervezas. La cosa va más o menos así:
Mi amigo César M. emigró a Estados Unidos
a estudiar la Universidad. Al Estado de Giorgia. Conoció muchas mujeres
bonitas. Rubias en su mayoría. Y es que las rubias son corriente que te
arrastra, pulsaciones sin matices, la vida o la muerte. Mi buen amigo, que no
es un renegado a las glorias de ayer, hoy y las que vengan, se hizo novio de la
más bonita de su Universidad. Calvo con suerte, o como me dijeron a mí “no ando
contigo porque seas guapo, que no lo eres, sino porque estás curiosito”, logró
semejante hazaña. Pero, maldita sea, los años escolares duran lo que un pez
fuera del agua, por lo que el buen César M. se tuvo que regresar a México, a
Chiapas, a Tuxtla Gutiérrez, a la casa de sus padres, al ancho continente de
amigos y familiares, a la tierra bendita: la casa que se lleva uno por siempre.
Y la rubia lloró. No sé si mucho o poco. Pero lloró por su negrito.
La vida, que al contacto con el lenguaje,
se escribe y eso hago, se desplaza en corto, a lo que César M. nos cuenta casi
al oído: resulta que la bonita gringuita fue, primero, Miss Georgia; después,
Miss América; y después, embajadora de los concursos de belleza del mundo
mundial. Y en ese mundo mundial no podía faltar Chiapas, Tuxtla, pues. Y la
gringuita viajó a donde se comparte el pan, el canto, la vida después de jugar
futbol.
César M. dudó que lo reconociera después
de algunos años, pero no pasó eso, al contrario: al entrar al restaurante donde
fue la cita –ella como si se sumergiera al mar y él como si escalara una
montaña– se besaron. Un detalle: ella ya era casada. Pinche
gringuita. “No mames”, dijimos todos.
La gringuita se fue. Y para siempre. Y el
buen César M. se enamoró de otra mujer muy bonita de Costa Rica y viajó hasta
allá y se casó. Buen chico. Ahora tiene dos hijas muy bonitas. Pero, otra vez
ese “pero” que provoca otra serie de
preguntas y respuestas que nos lleva a veinte años después: César M. se
divorcia.
Lo que sigue –y acá me digo: los caminos
del amor son caprichosos y extraños– fue como desconectar la rockola y
escuchar el impacto de un pequeño meteorito en el mar.
—Ahora ando con una de Terán —nos dice César M.
Ah, Chiapas siempre en nuestro corazón.
Creo que ahora sí César M. encontró el
amor. O eso le deseamos todos sus amigos.
¿En Terán, hermano? ¡En Terán, hermano!