lunes, 6 de septiembre de 2021

DE LAS PLAYAS COSTERAS DE GIORGIA, ESTADOS UNIDOS, AL ROJO DE LA TARDE EN TERÁN


 

Mi infancia en St. Louis es cierto matiz de rojo ladrillo, un rojo oscuro, casi melodioso, sombrío, veteado de azul. No me refiero a la real, sino a la falsa infancia que se extiende desde el despertar de la conciencia hasta el día en que abandonamos el hogar para irnos a la universidad.

Harold Brodkey

El futbol es un trayecto de recuerdos compartidos, de nostalgia que se construye con el primer balón que se toca de niño hasta el último día de nuestra vida: una postal de invierno, amigos que esperan el sol en la madrugada, mujeres bonitas, una autopista y la radio del coche y el relámpago que se rehace en la tormenta, la grieta de luz que ilumina la memoria.

Después de un juego donde sorteamos las circunstancias turbulentas del clima y de la edad, ganamos, y por eso pudimos retomar la conversación donde nos quedamos en el último juego cuando fuimos jóvenes. Ayer fue mi amigo César Maturana. Una misma vida en geografías distintas. Esa bandera de aventuras que sale a ondear para los amigos y bebiendo algunas cervezas. La cosa va más o menos así:

Mi amigo César M. emigró a Estados Unidos a estudiar la Universidad. Al Estado de Giorgia. Conoció muchas mujeres bonitas. Rubias en su mayoría. Y es que las rubias son corriente que te arrastra, pulsaciones sin matices, la vida o la muerte. Mi buen amigo, que no es un renegado a las glorias de ayer, hoy y las que vengan, se hizo novio de la más bonita de su Universidad. Calvo con suerte, o como me dijeron a mí “no ando contigo porque seas guapo, que no lo eres, sino porque estás curiosito”, logró semejante hazaña. Pero, maldita sea, los años escolares duran lo que un pez fuera del agua, por lo que el buen César M. se tuvo que regresar a México, a Chiapas, a Tuxtla Gutiérrez, a la casa de sus padres, al ancho continente de amigos y familiares, a la tierra bendita: la casa que se lleva uno por siempre. Y la rubia lloró. No sé si mucho o poco. Pero lloró por su negrito.

La vida, que al contacto con el lenguaje, se escribe y eso hago, se desplaza en corto, a lo que César M. nos cuenta casi al oído: resulta que la bonita gringuita fue, primero, Miss Georgia; después, Miss América; y después, embajadora de los concursos de belleza del mundo mundial. Y en ese mundo mundial no podía faltar Chiapas, Tuxtla, pues. Y la gringuita viajó a donde se comparte el pan, el canto, la vida después de jugar futbol.

César M. dudó que lo reconociera después de algunos años, pero no pasó eso, al contrario: al entrar al restaurante donde fue la cita –ella como si se sumergiera al mar y él como si escalara una montaña– se besaron. Un detalle: ella ya era casada. Pinche gringuita. “No mames”, dijimos todos.

La gringuita se fue. Y para siempre. Y el buen César M. se enamoró de otra mujer muy bonita de Costa Rica y viajó hasta allá y se casó. Buen chico. Ahora tiene dos hijas muy bonitas. Pero, otra vez ese “pero” que provoca otra serie de  preguntas y respuestas que nos lleva a veinte años después: César M. se divorcia.

Lo que sigue –y acá me digo: los caminos del amor son caprichosos y extraños– fue como desconectar la rockola y escuchar el impacto de un pequeño meteorito en el mar.

Ahora ando con una de Terán nos dice César M.

Ah, Chiapas siempre en nuestro corazón.

Creo que ahora sí César M. encontró el amor. O eso le deseamos todos sus amigos.

¿En Terán, hermano? ¡En Terán, hermano!

 Luis Daniel Pulido

 

 


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