Kralice y yo disfrutábamos mucho de las nieves de
limón, los hielitos crepitantes y cristalizados que como pequeños cráneos
triturábamos con los dientes. Lo hacíamos sentados en una banca de cemento,
bajo dos pinos altísimos, con las contracciones faciales por los convidados
agridulces, por el frío en los labios: pequeño lago congelado en una ciudad
calurosa.
Los besos en el verano son los más ricos, los que por
derecho natural nos desnudan sin importar el toque de queda de los padres. Cómo olvidar tu falda, tu pequeña
falda contra el viento y yo mirando cómo te untabas yogurt en las piernas, las
que luego abriste para perderme de por vida en ese bosque trenzado de cerezas.
Era la época del heavy rock, y tú –Kralice– no dejabas de
escuchar el Blackout de Scorpions, el Defenders of the faith de Judas Priest; y
cuando decidías organizar mis posibilidades amorosas, la elección era Journey.
Mero pasatiempo: besarnos en el sillón, inventar
pequeñas ciudades de una apartada región donde el viento arrancaba las hojas sueltas
de un cuaderno donde escribíamos poemas para desafiar de pie los lechos
nupciales.
Lejos quedó tu tierra, cariño. Lejos el Líbano y los
bombardeos, lejos la somnolienta violencia y el tiro a mansalva, lejos la
próxima estación: las metralletas apuntando a tu pecho.
Nunca olvidaré tus besos teniendo de fondo One de
Metallica, el compás azul de los delfines en tu piel, lo tibio que son los
corazones en la preparatoria, mis manos deteniendo tus puños para que no
estrellaras el cristal de las ventanas.
Y volver allá, por los rumbos de la colonia del ISSSTE,
a comprar más nieve de limón. Preguntar por “la maestra”, saludar con la mano
derecha con ese movimiento que nos permite remozar edificios, tal como nos
enseñó el profesor Miyagi, y sobre todo, ganarle terreno a tus recuerdos de la
guerra para verte sonreír –siempre– tras el cristal de la distancia.
Hoy alzo los brazos y desciendo en el tobogán de los
años donde me sumerjo sin tocar el piso. Va para ti, donde quiera que te
encuentres, este ramo de burbujas, Kralice Farah.
A veces llueve
y con ello se contraen tus tatuajes.
En un punto vacío el humo del cigarro
borda para ti mandrágoras y turbantes:
un país de luz abre tus dedos
como una pelota de frontón
Luis Daniel Pulido