Siempre cuando hundo mi rostro en el agua veo caballitos de mar que orbitan alrededor del dibujo de un dinosaurio manipulado por mis dedos.
Veo libros de matemáticas atrapados en burbujas que buscan la superficie, boletas con puros dieces que como máquinas del tiempo me llevan al recuerdo de Marina.
Marina me dejó claro que no todos los mares son iguales, que hay besos que se deshacen como un helado de limón en los labios, que en sus ojos negros se llega a la playa por carretera.
Quisiera hacer mías las palabras de su nombre, enamorarla de un solo parpadeo, preguntarle cómo un hombre pudo hacer lo que yo no: atrapar las estrellas y meterlas en una bolsita para hacerlas sopas, sí, “sopita de estrellas” (a 7.50 la bolsa).
Un día pensé que si quieres ser ciudadano del mundo, mantente a media hora de tu niñez.
Marina, no estuvo de acuerdo. Sin embargo de manera natural participaba en mis westerns de domingos por la tarde. Más aún, basado en las leyes de la robótica y la revolución científica, inventé mi propia fórmula para enamorarla:
A (de agua) + C (de coco) = agüita de coco
¿Para qué sirven los barcos?
Entre muchas cosas para ver las luces de Navidad desde el gran espejo que es una isla desierta.
Y lo que sigue, desempapelar las madrugadas, apostarle a los tranvías, al azul septentrional de los espejos rotos.
Confesarte, Marina, lo que tú ya sabes.
Oaxaca, México; Octubre 2007