Vivo en una colonia, diría, pequeña: dos cuadras y tres cerradas que la dividen y nos salvan –según los instructivos de colonias- de que las inundaciones nos pongan de cabeza. He vivido ahí casi toda mi vida, excepto en otoños y épocas de tormentas gracias a resoluciones unilaterales como suelen ser las de la familia cuando te niegas a estudiar. No quiero ser un mal ejemplo (aunque lo soy) pero jamás pude sustituir un diez por cien dólares, un 8.5 por una calcomanía de Spider Man, todos los domingos de misas por el Born Again de Black Sabbath. Nada fue suficiente. Sin embargo aquellos recorridos vitales en patineta, bajo la sombra de un enorme huanacaxtle, permanecen en los diversos centros de información que conservo en el baúl de los recuerdos. Hoy en mi colonia soy un extraño, y me juego el resto con desahogos emocionales propios de Chincho: Hola ¿Se acuerdan de mí, quieren una “ruedita”?, pregunto destapando un rollito de Salvavidas.
En mi colonia se vive cierta neurosis parecida a programas de gobierno, por lo que la historia para un “militante de izquierda greñudo” no puede ser otra:
-¡A Carmelita, ni te acerques!- me dijo la señora panista comadre de Enoch Araujo.
En fin. Carmelita vive en Europa. Ni cómo.
Mi colonia, que su guerra más larga ha sido a mentadas de madre (entre seguidores de la virgen de Guadalupe y los testigos de Jehová) sigue siendo pequeña y mantiene devociones como las de reunirse a ver eclipses, partidos de la selección, el américa-chivas, rezos, bodas y graduaciones de los que si estudiaron.
No es raro escuchar al jefe de manzana con su radical sentido de justicia y democracia repartiendo obligaciones como si fuera productor de cine; y es que para colectar fondos han comprado una limousine (no es broma). Mis amigos, ya saben, me preguntan a qué horas verán bajar a Scarlett Johanssen, Motley Crue, Gloria Trevi o Jessi Bulbo. La limousine, base espiritual de toda quinceañera, es el big bang capitalista que hará a nuestra colonia tan parecida a Los Laureles. La cosa es más o menos así:
Se cobrará por foto, reflejo, huella dactilar de niño o niña, mirada furtiva, metro cuadrado, tour, indicio de que vio la marca de las llantas, por supuesto, bodas y quinceaños. Y es que siendo tan cosmopolitas somos también unos advenedizos. A veces, con ese gran espíritu de las Cruzadas, se proponen marchas a la iglesia en pro de los árboles, los niños de la calle, Juan Carlos Mouriño ¡puta madre!, o de Carmelita, que está en Europa (por qué chingaos no)
De los cambios más drásticos están que el poder central ya no lo tiene la tiendita de abarrotes, y aquella pequeña comunidad agnóstica que conformamos Ivonne y yo se convirtió al idealismo libertario del señor MasterCard.
Existen, pasado el tiempo, cuentas internas sin resolver como las de quién anotó más goles, quién invitó la primera cerveza, quién aún conserva los derechos y utilidades de sus empresas y, por fin, alguien acepte que embarazó a Marisa…yo hablo un poco de inglés.
Mi colonia, tan familiar, distante y personal debe el alto grado de prosperidad a los santos. Cuando niño –rockero irredimible- mi dignidad de coleccionista de acetatos no me dejaba tiempo para entender los desfiguros de mi vecina pasándole un huevo a mi amigo, que llegaba a clases oliendo a alcohol y campo de fut recién regado. Recuerdo que vi atesorar presentes y futuros en un huevito. Hoy hasta película tienen, pero en aquel entonces argumento, evidencia y metáfora obedecían a otro tipo de lógica.
Desde mi perspectiva: Ivonne, Black Sabbath, mi MasterCard, la posibilidad de un milagro era posible sólo si mamá, huevito y amigo cedían a que la elección del bien o del mal fuera abierta ¿Para qué arriesgarnos a que el muñequito de vudú tuviera mi rostro? Digo, eran mamá y hermano de Marisa, y la posibilidad de un “Resident Evil” era evidente. Por supuesto que el Museo de Arte Moderno Zombie aún abre sus puertas, perfila sombras, nos reúne para firmar acuerdos:
No daños a la limousine, no pruebas de ADN.
En este sentido los que aspiraban a un mejor empleo embarazaron a las hijas del flamante subsecretario, el burócrata mejor pagado de la colonia, experto en ponerle cibercafés a todos sus yernos.
Mi colonia, eso sí, cuando recibe a los candidatos a la presidencia municipal organizan tremenda fiesta y rueda de prensa, donde se nos invita a cumplir ciertas normas de “respeto” con las preguntas. Nada de pintas o pancartas en contra del invitado.
Un día inventé un icono, un santo, una santita en este caso. Decidí que si no hay fe acorde a mis gustos era urgente forjar una que no tuviera tantas coincidencias en dioses y sobreavisos. Una que pudiera dibujar y colorear, ponerle un nombre cuyas letras apechuguen cimas donde a nadie se le niegue un paracaídas. Así nace Santa Patita, patrona de los jefes de manzana. Broma que transformó a escépticos en una verdadera sociedad moderna. Broma que convirtió al budismo Zen a Marisa. Broma que me hizo ver que su hija tiene mi sonrisa.
Es así que debo a Santa Patita mis futuras celebraciones del día del padre y la tierra prometida en una caja de crayones.
¡Santa Patita, Santa Patita,
patea por nosotros,
mete los goles!