En el
2013 me encontró mi hermano mayor, hijo de mi papá de su primer matrimonio, y
que no sabía de él. Y era difícil porque cuando nací mi padre tenía 70 años y
mi mamá 31. No ahondaré en la diferencia de edades ni cómo se conocieron. Y
sobre por qué mi papá se vino a vivir a Tuxtla Gutiérrez. Los faros que me
orientaron desde mi niñez no pertenecían a ningún lugar, pensaba. Las pláticas
eran sobre nombres de toreros, de una hija en Los Ángeles y su correspondencia
postal hasta su muerte de cáncer, de los viajes interminables en su trabajo:
Telégrafos Nacionales, y de un hijo egresado de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM que vivía en Madrid, y los juegos en el Frontón México. Las
palabras nunca torcieron significados ni se revolcaban para ello. No hubo
acentos que hicieran ruido por un pedazo de tierra, me pusieron en la mano
barquitos de papel. Y sólo eso. Estaba destinado a la soledad y así fue por
muchos años. Conservé la educación, o eso que me hizo, primero, retraído y
desconfiado, ya después violento, porque así salvaguardé los silencios y pausas
y cauces y horizontes que me heredaron. Mi hermano tiene hoy 90 años y está
enfermo y aun así me escribe y nos reímos mucho. Y escribo esto porque fue un
día largo: tembló en la CDMX, donde vive, y me costó comunicarme con él. Lo
hice a través de mi bellísima sobrina, Ana, y sé que está bien.
Que
les platique más sobre lo que hago en Chiapas, me piden Marco y Ana. Y que
escriba poemas divertidos. O tristes. O coléricos. Que escriba, me dicen. Y me
voy en paz a la cama.
Luis
Daniel Pulido