La tristeza no necesita el coro de sirvientes que discute méritos en un encuadre poético; es, sí, un tema oceánico, un montoncito de peces dorados que no corteja palabras rimbombantes ni espejos donde el poeta inicia su comercio de ideas, la recepción de sus contemporáneos, los extractos de lánguidos “mea culpa”, contracciones selectivas de su memoria.
La tristeza no es una
corriente de viento favorable, ni reúne todos los horizontes del mundo, tampoco
es el manto de un imperio. Se asemeja al golpeteo de un martillo, un Cessna
–pequeño– que se estrella. No está para tributos ni homenajes ni para la
estética finisecular de las cosas. Es un rayo y te parte el corazón, el cuerpo,
el alma y te ciega.
No creo en los
empecinados por la nobleza del ser humano, apuesto más a construir campos de
concentración, a ejercer el terrorismo con su bitácora destructiva porque
–según mi reloj, a quien confío todo este dolor– darán las cinco de la tarde y
la única certeza es que ya no estás conmigo.
Habrá, no lo dudo,
quienes esperen un poema sobre ti ¿Y eso qué? Están a la misma distancia una
pistola –hasta donde sé– sin problemas de conciencia, y la crueldad humana en la
que estoy inmerso.
Y todo esto, que
aparentemente no tiene nada que ver contigo, perro querido, es para mí lo mejor
con lo que puedo recordarte.
Así como te salvé de
morir en la calle, fui también quien tuvo la última decisión sobre tu vida. No
toda construcción amorosa es titubeante. Tu patita en mi mano aún palpita con
sus alegres guardianes.
Y escucho a dónde vas.
Y no dejo de buscarte todos los días.
Eres un gran perro para
un poema.
Así te honro, así te
recuerdo.
Luis Daniel Pulido
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