jueves, 29 de mayo de 2025

CONFESIÓN DE DOLOR Y FE



Deber ser porque he vuelto de la muerte dos veces, o porque no pude elegir el lugar donde vivir, aunque los coaching de vida digan lo contrario, hay factores recónditos, agazapados como monstruos, que en un descuido, te asaltan y de repente estás frente a un montón de cocaína. Mi lucha es personal y de soledad, y donde estoy los dioses nacen muertos. He encontrado en mi camino perros a punto de morir, con un hálito de vida enredado en sus huesos secos y los he llevado a casa. No por buen samaritano –los adictos somos bestias– sino porque en la austeridad, todos somos iguales. Y ese perro es mi hermano. Y esos gatos enervados bajo el cielo claro, también. Hay una gatita llena de protuberancias con la que me topo (pasa desapercibida por un montón de gente) que recojo y llevo al veterinario, que me dice son tumores. Y otra: espera gatitos. Le pido ayuda a Damaris Disner, consejos de cómo asistirla en el parto (los gatitos tiene que nacer para después operar los tumores; además se me advierte que no podrá amamantar, que tengo que hacerlo yo), que amablemente me guía. Los gatitos nacieron, fueron cinco, y fueron tres días y tres noches de cuidarlos y amamantarlos. Y todo parecía estar bien, los vestigios de luz y bondad, por un momento, estuvieron ahí, con nosotros: un hombre torpe y los gatitos ciegos, con su vigilia de luz, jalando la vida, pidiendo comida. Pero todo fue en vano. Murió uno, luego, otro, quedaron tres, luego dos, luego uno, luego nada. Y tuve que abrir la tierra, marchitarme con ellos, enterrarlos. Así, triste, otra vez, salgo a caminar en busca de mi destino. Me acompaña una gata que llora a sus crías. Y que llevo al veterinario.
Luis Daniel Pulido

 

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