Siempre quise ser un niño bueno. No el que despedazaba unicornios con el hambre de mil lobos cada vez que me veía al espejo.
Un niño bueno, no malo. El que deshilaba libélulas para encerrar en un círculo de estela la aurora de los planetarios. Que fuera a la escuela sobrellevando ausencias como las de papá y Jesucristo en un hemisferio de balas masticado por los glaciares de mi boca.
Un niño bueno, de esos que ríen y no odian. De betún en la sonrisa y cangrejitos petrificados en una burbuja de arena.
No el de la sangre entre los dedos, no el de los peces boqueando en la carne viva de mis ojos.
Un niño bueno, de los que en el indefinible aspecto de una manzana podrida le alcanza para esconderse de los monstruos hasta que tú lo encuentres e ilumines con el fuego de una vela las promesas que corren por mi cuenta.
Un niño bueno, lo sé, no promete lo que no tiene. Y lo sé porque los resultados de mis sueños no son del tamaño exacto de lo que exige la vida.
Pero siempre quise ser un niño bueno, a pesar de mi edad y los relojes inestables de la muerte que aún no alcanzan la orilla de la playa.
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