En la foto, la bellísima Claudia Pon Cáceres
No pago mis deudas con palabras,
tampoco asalto corazones con flores extrañas.
Me levanto temprano y no encuentro ningún punto de apoyo.
Por supuesto no sé volar y caigo.
No descarten ojos rojos, aliento alcohólico,
el peso de una isla solitaria,
palabras –estas palabras- que hacen
de mí un niño colérico que en la escala
social de lo incorrecto inhala cocaína
y cierra los ojos para protegerse de los alacranes
que atacarán en cualquier momento.
No digo “lo siento” ni “gracias”
y parto de la necesidad de juntar un número
considerable de monedas para cotejar
deudas locales y distritales.
Podría suicidarme,
escribir en una carta que no se culpe a nadie
y que la luz de los reflectores
-por la naturaleza autoral de esta obra-
me lleve con los ojos abiertos al cielo de los poetas.
Quizá, pero prefiero sentarme a esperar
postales con esa marca muy particular de quienes
me escriben cada veinticuatro de diciembre.
El amor puede llamarse Claudia,
Leti, Dámaris o Nadia Villafuerte
y mi vida no ser una guerra perdida.
*inspirado en la canción del mismo título de los Maniac Street Preachers
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