lunes, 30 de septiembre de 2013

A PROPÓSITO DE LA TARDE



Escribo cartas a Tokio, veo fotos de un barrio humilde y popular
a las afueras de Buenos Aires; la tarde –les juro– es linda.
Recuerdo mi etapa en el heavy metal: cabello largo, cerveza
y arete y mi serenata con canciones de Judas Priest a Erica,
la güerita pecosa de la prepa.

Escribo cartas a Guadalajara, hablo –entre muchas cosas–
de fabricar un cohete espacial, de adultos como yo que no crecen.

Es posible que de esos días –aunque no preciso bien el lugar,
la hora, si llovía o si los ríos se desbordaban– ya me inyectaba
Metadona e inhalaba cocaína y enterraba a mi padre tras su larga
batalla contra el Alzheimer.

Su legado: Dios no existe.

Escribo cartas al D. F. y recuerdo que a las nueve y cuarto de la mañana
platicaba con un par de oaxaqueños feos y citaba –textual– una frase,
chiquita, de mi amigo Adolfo Baruch, vía Trino Camacho.

La tarde es linda: de la prepa edifico –entre escombros– corazones valientes,
guantes de portero de una vieja marca alemana, las borracheras –amigos–
con Metallica.

De lo que me queda: mi enorme amor por Tania y la promesa de llevarlos
a una fiesta en la playa.

La tarde –amigos– es linda.

Luis Daniel Pulido

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