domingo, 5 de mayo de 2024

ESTO, AMIGOS, NO ES UNA TRAGEDIA


 

Es el día que tanto se predijo, especie de corrector de texto, pájaro oscuro e inmóvil sobre el nervio óptico, un rayo que parte en dos mi cabeza: me estoy quedando ciego. Y he soltado la taza de café al piso y el área de juegos de la comunidad se rompe en sus espejos, ya no los veo.
Confieso –sí, eso que no se construye meticulosamente ni con Dios en la mano, va más por el enojo –que quise salir a la calle a insultar transeúntes, su complacencia a los ruidos electorales y el discurso de que viene una nueva era, la “engordadera”, a todo eso que predican, bárbaros, con el ejemplo.
No quería hacer nada, ni entrenar, para qué si ya no podré pisar una cancha, jugar futbol con los amigos, ir por el balón en lo más alto. Quise, como los objetos y las cosas y los datos impresionantes y lo épico de caminar muchos años con un solo ojo los caminos al infierno, la portería y la carretera minutos antes de que cerraran las terrazas donde vi a las mujeres más bonitas, desaparecer o recomendar películas a todo el mundo. Quise, pues, hacer lo que más me gusta, acercarme a mis amigos.
Hoy me despojé de todo y me fui a entrenar y quise llorar. Entreno en un basurero y lo más lindo son los perros que alimento. El sol puso su manto sobre los colores que todavía registro y conté los pasos y medí el terreno e hice mío el espacio, era el astronauta que quise ser de niño. Y ahí estuve, tras las sombras y los volúmenes y los relieves y las piedras que se entierran en las costillas. Gajes del oficio. Y terminaba cada ejercicio e iba por aire, a la referencia precisa para no perderme en los pasillos de las historias no contadas. Que sepan ustedes que no me moriré de nada.
Un, dos, tres, cuatro, cinco…
Una camioneta se detiene para verme entrenar, supongo, y por miedo, este país está que arde, me pongo mis lentes y camino hacia el celular que dispongo para grabarme. De repente, desde la camioneta, alguien grita: “Excelente, buen trabajo”, “Me inspiras”. Agradecí las palabras y alcé el pulgar de mi mano derecha hacia esa persona. También le grité “Gracias”. La camioneta arrancó y yo regresé al pequeño terreno enlodado donde entreno. Acaricié la cabeza de uno de los perros y sonreí, orgulloso, y con la paz que da regresar de un largo viaje donde fui ciego. Ahora veo desde los ríos que se desbordan y para eso no necesito ojos, sólo unos guantes de portero.
Luis Daniel Pulido

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