No éramos siervos del latín, es más: sólo nos reuníamos para hablar de futbol americano; uno traía, lo recuerdo muy bien, una playera de Los Broncos de Denver y en Guinea Ecuatorial se organizaban para armar las primeras “cascaritas”, como las llamamos en México, de futbol rápido. La vida era difícil, la invasión soviética a Praga era noticia de primera plana y Tuxtla Gutiérrez era nuestra isla: chicas libanesas llegaban desde muy lejos, en el Tec Regional se anunciaba el fin del mundo, pero antes vi a la mujer más bonita que estos ojos que ya no ven vieron: una altísima noruega. Las fiestas clandestinas fueron lo mejor: cerveza, Solera, Don Pedro Domecq, Bacardí blanco, las primeras líneas de cocaína, música, el amor y sus dos billones de galaxias cuando cerrabas los ojos. Éramos, sin duda, los hombres más fuertes: si a alguien se le apagaba el auto ahí íbamos a empujarlo todos; si alguien de otro barrio, retaba a uno del nuestro, ahí íbamos todos a “hacerle paro”; si la mamá de un amigo cargaba las bolsas del mandado, ahí íbamos todos a quitárselas para cargarlas nosotros y acompañarla hasta su casa; si alguien iba a cambiar un foco, ahí estábamos para hacerlo nosotros. Parecíamos a veces gorilas. Y eso, a ellas, les parecía sexi. Menos a una, al fondo, que dijo:
Ah, pero pídeles que suban la tapa del baño.
La amé desde el primer momento.
Luis Daniel Pulido
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