Todo empezó con un fuerte dolor de cabeza –un hombre pasando los dedos por los márgenes del Sena, que va a contracorriente, Spider Man cruzando el multiverso, fue hora de cerrar las puertas.
Luego vinieron muchos recuerdos, todos bonitos. Ni cielo ni infierno: ahí reside el esplendor.
Ya volviendo a la realidad, los estudios médicos: glucosa, creatinina, colesterol, triglicéridos, ácido úrico, etc. Todo bien. Luego –no hay tramas convencionales para quienes nacemos con espina bífida– la resonancia magnética, el electroencefalograma. Y luego el oftalmólogo, el sórdido diálogo de la tragedia: “se ha reducido tu campo visual, tu porcentaje de visión en dígitos es un río que se seca”. No dijo eso el médico, pero al momento de escucharlo ya estaba construyendo un enorme barco para largarme. Y escribí eso.
Luego un reportaje sobre padres que lo son a los ochenta años y sus consecuencias: niños con esquizofrenia, dislexia, hidrocefalia, autismo, Alzheimer, alteraciones bipolares… espina bífida.
Mi padre me tuvo cuando él tenía 70 años y, creo, se juntaron todos los sonidos terroríficos del hospital esa tarde, cuando nacía… una mujer de 31 años y su hijo iban a morir. Nueve horas dicen que duró el parto. No sé si eso es verdad, quizá, sólo, mi madre y yo nos ausentamos para poder llegar a tiempo a otros mundos, otras playas, otras bibliotecas… ya luego regresamos…¡bu! asustamos a las enfermeras y nos limpiaron la sangre.
Mi amigo que me llevó a esta gira médica –sinfonía de destrucción, viaje interior– pidió un Uber, un servicio de transporte para quien es afecto a los terrenos baldíos y sus silencios. “Ahí no te van a robar tu celular, no te pondrán narcocorridos, eres el cliente y tú mandas”, me escribió.
Hoy he escuchado a Los Ramones, Los Rolling Stones e hice la limpieza de la casa; también hice algo de fuego por si logro aparecer una chimenea.
Hay futbol en la tele.
Luis Daniel Pulido
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