Adopté primero un gato. Me miraba fijamente por la ventana. Le di comida
y fue una transición de tiempos idos, el clic
de una moneda contra el piso, el “jogo bonito” de Brasil en el 70, un niño
inválido aventando su columna bífida a peces hambrientos.
El gato trajo después a otros gatos. Uno es ciego. Salió, lento, torpe, entre el vértigo de la noche: el mar retorcido de quien se altera al mínimo ruido. Sus ojos se han apagado. El veterinario –consignado al diccionario de enfermedades infinitas, me dice que no es un padecimiento, que alguien, un habitante no socrático, quizá un jefe de manzana, le aventó agua hirviendo. Y abracé al gato, memoria e imagen de El Quijote, aciago demiurgo, bolita de pelos…
Luis Daniel Pulido
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