Foto: Wilma Lorenzo
Mis problemas conyugales empezaron, o al
menos me di cuenta, los domingos, cuando ya no coincidíamos en posición para
ganar las mismas batallas. Ella empezó a odiar el futbol, los muros alrededor
del juego, la cerveza como mero asunto de felicidad y convivencia. Y se fue al
extremo: “no soy Jenny Beaujean”. Sí, Jenny Beaujean, cantante de jazz y a la
que escribí un único poema a manera de homenaje, joya de la corona que usarán
–sin duda–mis sucesores: otros poetas. Normal cuando la retirada es paulatina y
ordenada y uno decide casarse. La vida y sus costos humanos y políticos: el
matrimonio.
Yo
dejé la poesía y me embarqué con mi cariñosa y bellísima esposa a la
participación activa de las luchas por los que menos tienen. El cabello me
creció y también adopté nuevos hábitos, como decirle “camarada” al amigo, abrir
nuevos frentes de resistencia, la mayoría en redes sociales, y desplegar
enormes banderas contra el capitalismo. No fumé marihuana porque me gustaba
jugar futbol por las noches y los equipos ideológicos vaya que pesan si no
tienes la capacidad de deslindarte de ellos, al menos, para jugar un juego de
futbol.
Mi
esposa y yo amamos el Chiapas zapatista, los viejos satélites de la Unión
Soviética, los eternos enemigos potenciales, un Che Guevara sin mancha, al Subcomandante
Marcos y su poesía que nunca fue gota que derramara el vaso. Y dimos todo. Pero
la libertad y la justicia, en sus beneficios, trae también formas de dominio y
sobre todo poder y dinero. Nadie puede prever, ni siquiera a corto plazo, la
propensión a fabricarse enemigos, hasta entre sus propios beneficiarios.
Así
que dejamos Chiapas y viajamos a Playa del Carmen para retomar nuestro proyecto
de vida, el amor como la gran pieza de sincretismo, en una playa que
prácticamente nos convirtió en ciudadanos americanos. Pero cada vez más
distantes y más ajenos entre sí.
Yo
retomé mi pasión por el futbol e hice un equipo de niños, lejos de los balcones
dorados del futbol europeo, más a ras de arena del mar, y con algo de
sobrepeso.
Mi esposa me pidió hijos, vocación,
perspectiva, implosión espiritual. No le di nada.
Así
que los domingos nunca fueron lo mismo. Las lecturas de Coetzee, Cormac
McCarthy, Carver cambiaron a escenarios distintos, al músculo de la
incompatibilidad de caracteres, la construcción en metros cuadrados de disputas
sobre qué programas ver, qué libros comprar, espacios libres de humo, de amigos
y un refrigerador con productos únicamente vegetarianos. El amor y los
estertores de la guerra, inquisición romana del siglo XVII, ya no me
permitieron organizar un asado.
Un
día la estirpe de los molinos de viento a los que me enfrenté desapareció en la
arena. Ella se fue y se fue para siempre. El sol ya no fue la raíz de luz hacia
el infinito y las olas me llenaron de espacios vacíos. Y casi no escucho al
mundo.
Quizá,
a manera de redención, me he vuelto hospitalario con los animales. Y tengo un
perro.
No,
no existe el gran lugar para la revolución mexicana.
Luis Daniel Pulido
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