martes, 7 de abril de 2009

LA INFANCIA RECUPERADA



Por Eduardo Huchín Sosa



Para Dinorah, Gabriela y Leticia.


Pocos placeres como releer los libros de nuestra infancia, sí, pero pocos placeres tan malsanos como leer libros infantiles que nada tiene que ver con nuestra propia niñez.


La literatura de mi infancia era con frecuencia descafeinada. Había pasado demasiados filtros de seguridad a través de los años para llegar a mis oídos. Al final del “Caperucita” yo preguntaba: “¿Por qué la sacaron de la panza del lobo?” y mamá sorteaba el final lógico de la historia: que por más que la abuela pareciera un ser peludo y de colmillos largos era imposible confundirla con un lobo. Que no me joda la niña. A los 6 años ya pensaba que lo de Caperucita era inaceptable y merecía un castigo más ejemplar que un simple baño de jugos gástricos. Pero en el universo de blancura de mis papás, esa aseveración era inadmisible. Yo, como el chiquillo promedio que era, quería un poco más de sangre y menos enseñanzas del tipo “¿Ya viste lo que sucede cuando no obedeces a mamá?” que es lo que me dieron mis padres aquella noche. La moraleja fue contraproducente: en cada almuerzo yo pensaba que me comía a un pollo que se había portado mal. Después del malentendido, papá y mamá evitaron hablar de cadenas alimenticias que involucraran al héroe de alguna fábula.


Ahora las cosas que descubro son mejores. Leo historias para niños que son crueles y divertidas y no me ruboriza pensar que lo divertido puede ser cruel. Por eso sigo con furor las novedades infantiles, programas como 31 minutos o me sumerjo en bibliotecas municipales en busca de pequeñas joyas publicadas en los Libros del Rincón. Me siento como el adolescente que se esconde a ver pornografía, pero a la inversa. Porque aun cuando puede hacerse en lugares públicos, una lectura no deja de ser íntima, de ser egoísta, de tener un poco de ese ensimismamiento que en la pubertad te lleva al porno. Y los libros infantiles son un placer todavía más perverso, pues no dan puntos para el currículo ni sirven para las clases de la universidad, ni tampoco son buenos para impresionar a nadie (ni siquiera a aquella guapa educadora que cree que la mamá de Harry Potter se llama Beatrix Potter).


Libros tan inútiles como los infantiles nos devuelven la pasión primigenia de la literatura: buscar aquello que no nos aburra. Escoger por intuición, por voluntad o por capricho. Elegir por culpa de cualquier detalle, por el título, por las ilustraciones, por lo que sea. Abandonar la lectura al primer cabeceo, retomarla sin obligaciones cualquier día, no hacer resúmenes, no leer biografías de nadie, no atender demasiado a los premios. Aprender más que nada del entusiasmo de los amigos.


A una edad en que he leído más libros infantiles que en toda mi niñez, pienso en un recuento.


¿Qué decena de libros me ha ayudado a sobrevivir a la provincia, ese sitio peor que una isla desierta, porque posiblemente una isla desierta tenga librerías mejor surtidas?


1. La recta y el punto de Norton Juster. ¿Una historia de amor? Mejor que eso: un romance matemático. La sensata recta se enamora de un punto que a su vez se siente atraído por un garabato (que es “más espontáneo” que su rival). ¿Qué hará la línea recta para conquistar al punto sin traicionarse a sí misma y de paso sin traicionar los principios de Euclides? Para darse una idea pueden consultar la estupenda versión animada dirigida por Chuck Jones, que le valió nada menos que un Oscar.

2. Una sarta de mentiras de Geraldine McCaughrean. Un hombre entra a trabajar a una tienda de antigüedades en quiebra, a cambio de un lugar donde dormir. Para atraer a los clientes, les cuenta las historias que esconde cada objeto a la venta. ¿Cómo se cuarteó ese reloj, qué asesinato se cometió en ese escritorio, a quiénes enfrentaron realmente esos soldados de plomo? Y la gente encantada le compra las antigüedades, no porque sea víctima de un fraude, sino porque necesita ficción para vivir. Una parábola maravillosa sobre la literatura y su luminosa aparición en el momento más oportuno de nuestras biografías.

3. Cuentos escritos a máquina de Gianni Rodari. Una prosa rapidísima, crítica y con el que el lector corre todo el tiempo el riesgo de atragantarse por la risa. Un lagarto que quiere concursar en un programa de televisión, unos alumnos que en clase de Historia viajan al pasado para verificar cuántas puñaladas recibió el César, una guerra de poetas con demasiadas rimas en “o”, marcianos que quieren llevarse de souvenir la Torre de Pisa, un anciano que a falta de atención en su casa decide morar con los gatos callejeros. En pocas palabras, una auténtica joya.

4. Carmela toda la vida de Triunfo Arciniegas. Una enana calva transita de un fracaso amoroso a otro. Lo mismo se enamora de un marinero que de un astronauta (al que deja porque el cielo era demasiado infinito para saber dónde estaba cuando no estaba con ella). Incluso un sapo intenta cortejarla pero, ya saben, el amor de una pareja regularmente no florece cuando uno de los dos en un batracio. Al final, Carmela acaba con el dueño de un circo, a quien en la cúspide de su felicidad se come el león. No crean que les he contado mucho, éste es apenas el inicio de esta inusual historia que podría resultar del apareamiento entre Freaks y Perrault.

5. El globo de Isol. Una lectura de un minuto pero que es mucho más. Isol ha potenciado la capacidad de los relatos brevísimos de decirnos algo y de impulsarnos a releerlos una y otra vez. De Cosas que pasan a Tener un patito es útil (editado en forma de acordeón) Isol no deja de jugar con niños que son caprichosos, entrometidos, maniáticos y con sonrisas que exhiben más dientes de los habituales. A través de historias en apariencia simples, Isol ha realizado su propio tratado de la insatisfacción. En el cuento en cuestión, una pequeña ve cómo su histérica mamá se convierte de repente en un globo hermoso, rojo y lo mejor de todo, silencioso. ¿Cómo afronta su día una niña que ahora tiene un globo pero que le falta una mamá?

6. La melancólica muerte de Chico Ostra de Tim Burton. ¿Es esto para niños?, preguntará cualquiera que ojee este libro. Esa quizás fue la misma duda que tuviera un espectador promedio en 1993, el año en que se estrenó Nightmare before Christmas, escrita por el mismo Burton, aunque dirigida por Henry Selick. 16 años después, nadie duda de sus virtudes. En el mismo tono, este libro es un catálogo, a la vez enternecedor y escalofriante, de niños auténticamente marginales: el Chico Mancha, el Chico Tóxico, la Chica Vudú o el Chico Momia.

7. Matilda de Roald Dahl. El caso de Dahl es digno de analizarse: hay tanto perversidad adulta en sus cuentos para niños, como vivacidad infantil en sus relatos para adultos (cualquiera que sea la supuesta diferencia entre esas dos narrativas). En el caso de Matilda, se trata de una refrescante bofetada a todos aquellos que reverencian a la familia como una especie animal a la que hay que preservar. No sólo son divertidísimas las formas en que la pequeña hija de los Wormwood se venga de su papá –un estafador y autoritario vendedor de autos- sino que al final del libro uno termina cuestionándose: ¿Y si la familia también nos aprisionara?, ¿y si el DIF estuviera -otra vez- equivocado?

8. Amadís de anís, Amadís de codorniz de Francisco Hinojosa. Sé que la mayoría optará por La peor señora del mundo, ese clásico infantil sobre la relatividad del bien y del mal, pero he de confesar que yo prefiero esta fábula que suplanta la moraleja por el antojo. En Amadís el canibalismo llevado a la escuela primaria tiene un alucinante resultado cuando un glotón descubre una mañana que es comestible. ¿Qué ofrece este menú? Un banquete de imaginación y buen humor por parte del autor mexicano más leído por los niños de este país.

9. Cuánto cuenta un elefante de Helme Heine. Háblenles a los infantes de matemáticas y quizás reciban unos mohines de asco. Háblenles a los adultos de la caca de elefante y posiblemente tengan la misma reacción. Junten las matemáticas y las boñigas para hablar de la muerte y obtengan uno de los cuentos más extrañamente poéticos que puedan leerse.

10. Los misterios del señor Burdick de Chris Van Allsburg. Cada uno de los 14 cuentos de este libro tiene el siguiente contenido neto: una ilustración, un título y un epígrafe. ¿Suficiente para contar una historia? Vaya que sí. Es prácticamente imposible ver cada página sin crear una narración. Van Allsburg ha inventado el artefacto más entretenido para ser escritores y no pagarle a un tutor que lance nuestros poemas al bote de basura.

2 comentarios:

marianatrenz dijo...

Excelente guía para leerlos todos.

Felicidades y besos a Eduardo

Eduardo Huchin dijo...

Gracias a Luis Daniel por hacerme propaganda...