Iba con mi perro por las calles del fraccionamiento. El sol topaba con largas paredes que me hacían sombra con su jadeo de ciervo a punto de dormirse. De la nada –ese vacío que se desmarca de tus pensamientos, el flashback, tus canciones favoritas y que te deja solo y a merced de gigantes y monstruos marinos– sale un perro con grandes hilos de saliva.
Como un fuerte búfalo de ojos rojos arrastra su cadena (vestigios de su cautiverio y de que no es libre en los páramos de este pueblo tropical que no encuentra sus ecos, se pierde en el calor rancio de sus días de fiesta, sentenciados al olvido) y ataca a mi perro; su figura es evasiva, me recuerda un breve ataque de epilepsia. Defiendo a mi perro. Estoy en el piso. Sangra mi brazo izquierdo.
Mi perro somete al Pit Bull y no sé cómo, de dónde su fuerza, y por qué estamos bajo el vientre oscuro de una enorme ballena.
Me sugieren sacrificar al Pit Bull, matarlo pues, y me niego. Me recuerda a los niños asustados por el crimen organizado, el perdón como único acto de pureza en un cerebro que descarga temblores por todo mi cuerpo, la soledad y sus huesos podridos que despuntan en la arena de un mar que ya no existe. Que estoy tan solo y asustado como él. Que nadie nos tendrá piedad más que nosotros, hermano Pit Bull.
Huye, vete, y nunca olvides que los hombres siempre acechan…
Luis Daniel Pulido
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