Para
Gina
Los escritores, pareciera, nacen viejos. Se aferran a los
temas serios, a lo obvio: a la pobreza, lo social, la violencia. Y supongo que
no está mal; somos los grandes tiranos de la palabra hasta que autores y
público se unen en un mismo bostezo. El escritor, entonces, se vuelve
sospechoso cuando parte, barquito de papel en mano, de su corazón de niño y se
aparta de esos temas y juega a escribir historias. Escribir es jugar. Primero
una palabra que salta –irresponsable– sobre el sartén (y acá qué importa que lo
tengas del mango) que se cuece y se hace tocino, tocino crujiente. Después la
oración completa, la Tierra de nadie, las galaxias paralelas, el dudoso gusto
por las verduras, y todo porque –en este punto– mamá no se enoje. Ah, porque
las mamás de los escritores –y si fuera por ellas– jamás vieran crecer a sus
hijos para que den conferencias, los acompañen a recoger premios, salgan en la
tele, seduzcan a chicas que a sus hijos escritores –pobrecitos– no les
convienen. ¡Arpías! –les dicen. Por eso las mamás no deben morir y los
escritores no ser tan adultos a la hora de escribir. O igual y sí. Quién sabe.
Dicen que los libros hechos por adultos supuran “mundos
reales, humanos voraces”. En los libros para niños las cosas pasan con los ojos
cerrados: puedes escuchar el mar, el meteorito que cae en el océano, al ratón
que se cuelga del segundero, el tiranosaurio que quiere ser tu amigo.
Yo –déjenme decirles– ya hice amistad con uno, regrandote y
que escupe fuego.
¡Órale!
Luis Daniel Pulido
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