La primera batalla empieza al despertarme, en mi cuarto, ese espacio borroso que lame mis ojos, crías de gatos negros colgados a mis parpados; palpo algunos objetos, libros, papeles, unas llaves, unas monedas, los códigos herméticos de los ciegos hasta que, por fin, alcanzo los lentes. Hay un espejo y en él un recién nacido: gatea, dice sus primeras palabras, se reconoce. Un perro se tira a mis pies, en su panza un nido vacío, sin pájaros. Me visto y enciendo la linterna. Mi perro me guía y yo doy la vida para que nada le pase: tiro golpes a sombras, monstruos mecánicos, a los grises apagados de perros rabiosos, a los gritos –esos lirios en el estanque que se traga el horizonte y nada queda. No hay planeta ni tierra ni viento, sólo el leve sonido del parpadeo de quien busca aire limpio. Un pez cruza el cielo, boquea estrellas. Me tropiezo, caigo y me levanto. Y así empieza mi día. Mis días. Me preparo para otra pelea, doy pequeños saltos, estoy en un ring de nuevo…
Luis Daniel Pulido

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