Perdí la vista de mi ojo izquierdo en el año dos mil. No me atendí de inmediato ni tuve conciencia de ello. Estaba en el punto, o en uno de mis puntos más altos de mi adicción, y vivía solo en un departamento que convertí en un basurero: papeles donde escribía tirados en el piso, latas de cervezas, botellas de whisky vacías, cristales donde picaba la cocaína, cedés de música rock, ropa sucia. Dos o tres meses después un buen amigo fue por mí y me llevó al oftalmólogo y la noticia fue terrible: el nervio óptico estaba muerto y por “simpatía oftálmica” afectaría al otro y quedaría ciego totalmente en un año. No pasó eso, aunque sí, la vista de mi ojo derecho, al paso de los años, se ha deteriorado. No lo que se diagnosticó gracias al apoyo de tres grandes amigos: Jesús Estrada Montesinos, Jorge Aranda Tello y Héctor Cortés Mandujano.
Veinticuatro años después sigo con esta batalla y parece que ahora sí la luz va abandonando las ciudades que construimos bajo la tenue luminosidad de un mar de fondo que se ajustaba cada año al avance de una manada de bisontes. Lo escucho.
Nada me impidió leer, escribir, caminar las calles y pegar mi fanzine con mi discurso antisistema, el futuro promisorio e inalcanzable de los Sex Pistols, una voz que poco a poco me instaló en las repisas de libros de poesía. Pero nunca, jamás, negué a Motorhead. Su espíritu está ahí.
Me hubiera encantado seguir jugando futbol, pensar y diseñar otro libro, mío, pues nada tengo que ver con el canon chiapaneco. Y su tradición anquilosada. Sus interiores, los reales y los imaginarios, de héroes fallidos.
Veinticuatro años después de que no se cumpliera aquel terrible diagnóstico sólo tengo que decir que todo ha sido maravilloso. He tomado fotos ciego, contando mis pasos, intuyendo el encuadre, habitando y deshabitando la luz y el movimiento, subrayado el silencio del sol cuando me da de frente. Hasta he aprendido a respirar el movimiento de las caderas de una mujer bonita que pasa a un metro de mí, el vértigo de la belleza que el mundo niega.
Gracias a mis amigos de Chamulas Powers, a los del Tec Regional de Tuxtla Gutiérrez, por regresarme a las canchas, a oler y pisar el césped del Tec de Monterrey y también pisar y jugar en una cancha de tierra que es de donde vengo: de la sangre y las heridas y las fracturas expuestas, a no tener miedo a lanzarme en un terreno baldío lleno de piedras.
¿Si estoy preparado? Claro que no. Hay orillas hacia las que nunca nado. Pero la certeza es como la piedra que se va erosionando y que como la piedra misma, ya no estaré aquí advirtiendo un mundo nuevo para nadie.
Luis Daniel Pulido
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