Una gota, pequeña
primero, grande después, cae al piso del único bar del puerto. El mar, a lo
lejos, no está dispuesto a negociar su oleaje: algo pasa en su fondo que sacude
la línea de boyas así como el patito de hule en la tina de un par de amantes
ocasionales. Él, aficionado a beber en pequeños y lentos sorbos su bebida
preferida: agua de coco, lo que exaspera a su compañera, que con el pie
derecho da suaves golpes al agua de la tina como señal para que deje de beber y
ponga atención al sonido de la gota que cae al piso, cuya frecuencia ha
aumentado. Ella, impaciente por respuestas, por abrirse paso cuando el mundo se
detiene, según la pregunta que golpee a la puerta de la casa con enormes
ventanas y convertida por las noches en el bar más visitado, exige, pero ya,
eso: una respuesta.
La vida, allá afuera,
está a merced de gente que no se dirige la palabra, que no se permite
acurrucarse ante la flor que crece, a los dulces ojos del colibrí y su pequeña
sombra relampagueante sobre la hierba. El mundo es un haz de calor que se
encorva sobre sí mismo. Y donde un par de amantes ocasionales observan una gota
que cae al piso. Y que sonríen como única forma de resistencia al mundo que los
violenta. Es así que ella pregunta: “Oye, y si hubiera un tsunami de cerveza,
¿qué harías?” A lo que él responde: “Correría hacia él”.
La risa nos hace
caminar descalzos por la tierra después de la lluvia.
La risa –ese bosque de
encinos con ríos propios– que ilumina los rostros.
Afuera un hombre le
roba a otro y le dispara en la cabeza.
Luis Daniel Pulido
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