La
Historia se ha vuelto la morralla de las nuevas conciencias, no llega ni al peso
cerrado, es una augusta institución de centavos que nadie quiere consultar. Y
la ruptura con ella no es estética, vanguardista, por valor o tradición. Los
conflictos a debatir hacen, más, de promoción –ya que quienes más opinan son
poetas, periodistas, aliados feministas, falangistas de una editorial
independiente, hasta aspirantes a standuperos– para que los escenarios de sus
obras, ¡ah, sorpresa!, sean leídas, vistas, escuchadas, populares.
En ese
entramado de propagandas disfrazadas de preocupaciones sociales, un buen texto,
una buena fotografía, cuando la hace quien no sabe que tiene que apuntar la mirada
hacia la mancha de espectadores ávidos de notoriedad, no tendrá los likes de
los miembros de la Corte de los más populares de las redes sociales.
Y en
ese péndulo de emociones y episodios, el diálogo se reduce a “amistades”
virtuales. Si tú no te tomas el tiempo para honrarlos con likes, te sacan del
pequeño proyector de las revoluciones personales ¿Y a quién no le gusta verse
en la pantalla?
Lo que
vemos es una suma de pactos –confían tanto en su memoria– que les impide hacer
propio lo extraño. Lo ajeno a su círculo social. Lo cotidiano, eso que revela
información por momentos (hay que estar atentos para aprehender su luz) y se
vuelve universal en su fondo, importancia y peso, que no se integra en
automático a la vida y experiencia de grupos afines, al contrario: que amplía
las dimensiones –alienaciones incluidas– de la sociedad y su inminente paso
devastador por el mundo.
Aligerar
elementos de reflexión, atemperar desde las prisas y el oportunismo, ganar –con
la impunidad de los likes– todas las batallas de las que eres parte, no es más
que el ruido de fondo: sin contradicciones, derrotas o retornos (elementos que
pasan por alto los cínicos, los enamorados de sí mismos, quienes se lanzan a lo
más profundo de la fosa para abrazar su imagen), lecturas y lenguaje pasan a
segundo término.
Se
subestima la ortografía, pero también, al mismo tiempo, se da la redacción
pulcra, atada a intereses particulares: la lengua de la serpiente con sus
apuestas y formas de ciudadanía. Un fósil con palco en espera del elogio, del
coro que repite “espejito, espejito”, con lo que creen le ganan al olvido y la
insignificancia.
La
justicia se vuelve verificable, no reveladora, intervalos de escándalos, desfile
de personajes, estados de excepción. Y nada más. Pareciera que se trata primero de satisfacer aliados,
socios de proyectos en común. Y nada más. Poner el dedo en la llaga y llevarse
una tajada de protagonismo. Y en esa cima sobran los que no abonan miel a los
oídos de quienes suscriben.
Luis
Daniel Pulido
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