Crecí
escuchando la frase “la política es un arte”. Frase de tradición hegemónica: de
Lucas Alaman, Adam Smith a Marx hasta Reyes Heroles padre y Heberto Castillo y
Carlos Castillo Peraza, entre muchos. Pero mis maestros de secundaria sólo se
enfocaban a educar alumnos con código de barras eficientes para la
administración pública, pilares para sociedades sin componentes intelectuales y
críticos. Y ahí empezaron mis problemas, mis lecturas de adolescente solitario
ya conformaban cuadros de tensión por cuestionar, de fondo, los candados del
programa educativo ¿Para qué aprender Matemáticas, Español, Química,
Contabilidad, Geografía, Español, Inglés, Historia, etc, etc, sin cuestionar al
“Estado Benefactor mexicano” que ya obviaba (de esos años) su crisis por la
corrupción como principal elemento para el éxito? “No le pido a Dios que me dé,
sino que me ponga donde hay”, me dijo un excompañero en el Congreso del Estado.
Claro que no me fue bien. Me quedé solo. Me expulsaron. Y qué bueno. Mi crédito
de nueves y dieces me alcanzó para no llegar los últimos tres meses e irme para
presentar mi examen en el Tec Regional, escuela que me enseñó a pensar y jugar
futbol desde las circunstancias de lo táctico y manejar las transiciones del
juego: desarrollar una especie de dron portátil que nos permitía ver y pensar a
manera de un partido de ajedrez. Enseñanza que me llevó a mi otra pasión:
escribir, diseñar una especie de cartografía que coincida con las dimensiones
del mundo. Por eso rechazo las reuniones de generación, ese proceso del que fui
testigo, que debilitó el lenguaje y expulsó a las calles seres humanos
conservadores, timoratos, eso sí, ruidosos –su aprendizaje sentimental incluyó
canciones populares a la cual han sumado narcocorridos– a la hora de sacar las
credenciales: la familia, el trabajo, el que cobra en dólares, el que tiene más
mujeres, lo que les “provee el dulce alivio de ser masa”, como dice Heriberto
Yépez.
La
política mexicana es un infortunio y los acervos se empolvan en las
bibliotecas. Está el dedo índice del periodista que aprieta el gatillo, su
profundo placer por la carroña. El poder –según sea el caso– para disuadir,
salvar o golpear a quien pague o no.
¿Por
qué escribo esto? Porque tenía mucho tiempo de no hacerlo y porque me siento
feliz de tener lo que tengo: canciones de rock para honrar lo que creo, pienso
y defiendo.
Luis
Daniel Pulido
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