El temperamento no es
una ciencia política ni social: es el ser humano transfigurado, grito sordo que
nos diferencia de otros.
El cerebro opera y va conformando planos, escenarios,
disfunciones. Es en esto último donde hago un alto, electroencefalograma en
mano, espectáculo neuronal de islas no precisadas, de subibajas, hipotermias,
francotiradores.
He sido malo y violento, y lo he
sido desde niño. Viví aislado, pero conforme pasaron los años encontré en el
humor, la risa y el placer mi nuevo código genético.
Hice cosas buenas, no
muchas, algunas en el terreno deportivo; las últimas, desafiando el poder
militar de la literatura.
Soñé que soñaba que
era un buen hombre y me enamoré y amé y aunque nunca tuve hijos, en la parte de
una neurona sana supe decir correctamente el nombre de ellos y el de su mamá.
No pretendo
disculparme por lo que hice, ya que cada modelo propuesto tiene valores y
significados que suelen manejarse como ejemplos y no, no quiero eso.
Y es que no me siento
mal, me siento triste y abatido y sólo quiero despistar a la mujer que amo y
sembrar –en su ausencia– amor en la tierra de una lindo jardín no como
resultado de tomar a la hora indicada los medicamentos, sino porque he amado
desde mi corazón de niño y no desde un cerebro maltrecho, disfuncional y
siniestro.
Quizá, se me ocurre,
despedirme con el sonido de un libro que se cierra porque está comprobado que
éstos, contrario al mundo de la medicina y la ciencia, conllevan una actitud
más abierta y generosa.
Sólo espero que
olviden al autor canalla que les dedicó poemas.
Luis Daniel Pulido
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