Haber sido un niño
violento es vivir, aun de adulto, en permanentes accidentes: caídas, travesuras
malévolas, broncas, expulsiones en partidos de soccer, novias que no me
soportan y el proceso lógico y temporal de mis problemas de lenguaje.
Por el derecho que me corresponde –legítimo– vivo en las
profundidades de océanos donde la única regla que existe es la de sumergirse lo
más que se pueda.
Pero igual sigo lleno de culpas, de objetos que nadie quiere; en
esta tierra donde los exiliados no tienen salidas de emergencia ni la opción:
desaparecer.
La verdad, el mar no es tan profundo como lo son mis manos que
cubren mis ojos. Quizá, y eso espero, pronto escuche cuando un planeta se
sumerge y el sonido, parecido a los Alka Seltzers en el agua, me regrese a la
búsqueda amorosa de las cosas.
Pienso que me hubiese gustado no ser tan inquieto, ir a la
escuela sin pasarme todo el día buscando tesoros en el Queen Anne’s Revenge; o
al menos no inventar programas de radio imitando la voz de Orson Welles, hechos
que me costaron castigos como el de no ver la tele.
Lo bueno de no ver tele es que inventé escafandras, aeroplanos,
arañas-dragones, ranas alpinistas con las patitas atrapadas entre mis dedos que
terminaron mutiladas dentro de un frasco de alcohol. ¡Súper!
Es triste para mí, aun siendo adulto, recordar que no hay “fin
de la historia”, que mi silencio es para evitar las distintas estrategias de
saqueo hacia mis palabras, juegos, barcos que zarpan, estrategias de
sobrevivencia.
Por eso para evitar el proceso irreversible de la soledad, la
tristeza, la especulación de lo imperdonable, me atrinchero en el abismo azul
de un mar donde no existe la palabra “medicamento”.
Acostumbro todavía comer dulces porque toda posición decisiva
requiere de azúcar. Y evito reclamos, demandas, aclaraciones. Escribo cartas
que son verdaderos toboganes donde el punto final es un chapuzón gigante.
Quizá siga siendo, en parte, ese niño violento, malo para
ustedes. Quizá nací acostumbrado a los nudos, las pequeñas explosiones en el
cerebro, la ropa sucia, a llevar animales muertos a los anfiteatros y besar, a
veces rabioso, a veces tierno, a mi novia.
Hoy me siento como un maleante. Solo. Un poco astronauta otro
poco torero, pero en ambos oficios destinado al escarnio.
Y me veo en el retrovisor del auto y compruebo que sigo siendo
aquel niño bajo la sombra tutelar de los ministerios de una terapeuta. El mismo
niño sanguinario, travieso y sin ningún mensajero que lleve mis cartas de
auxilio a Julissa.
Triste porque el único camino de regreso a casa era el catálogo
navideño de Sears, la página 23 de naves y monstruos interplanetarios que
George Lucas decidió no tomar en cuenta para una de sus películas y que se
fueron a la basura.
Haber sido un niño violento es vivir, aun de adulto, en la
imposibilidad de pedir disculpas a todos.
Imposible confundir eucaliptos con abedules.
Imposible ser un adulto bueno cuando mi naturaleza de niño
maldito suma ya un millón de testigos.
Imposible que para el amor baste una sola gota de vela
consumida.
Imposible que mi corazón ya no duela tanto.
Sólo el mar persiste, bajo los espejos, con las palabras: Julissa, te extraño.
Luis Daniel Pulido
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