Me llegó un mensaje: Tu ex mujer se casó en Monterrey. Se
llama Gabriel.
Primera: No sé por qué diablos se me notifica.
Segunda: Lo acepto. Sentí feo.
El asunto –guerra sin fin por cuestiones de género, marchas, regaños de
todas como si fueran mi madre– me rebasa. Se me acabaron los bares donde con
mis amigos tomábamos cervezas anti tristeza, whisky anti tristeza, cocaína anti
tristeza, cacahuates japoneses (estos sí no sé por qué) y el asalariado
cultural al que le cargábamos la mano con nuestros chistes de Les Luthiers. No
nos íbamos a poner mamones con Chesterton, verdad.
Pero hoy, con la noticia, las discusiones sobre género,
el escenario es desolador: que si Kant, Freud, el falo eurocéntrico, la
dinámica social entre hombres y mujeres y yo solo contra todas las teorías como
motociclista del siglo veinte.
Lo sano –si hay algo sano– es que mis fracasos amorosos
son sólo historias de separaciones tristes: sin violencia, demandas, insultos
de ambas partes. Hace unos días Lidia me dijo algo con lo cual entiendo que
todas mis exigencias se asemejan a berrinches y pataleos. Me peleas como niño
–me dijo, y me retó a un duelo de esgrima.
Lidia: no tengo el ímpetu de un poeta que gana premios,
de un arquitecto que viaja por el mundo
en primera clase, de un empresario con mil contratos con el gobierno del
estado, de ver el mundo desde lo alto.
Hoy, solo y escribiendo esto, me río de todo. Mi ex mujer
se casó en Monterrey con Gabriel y yo al recibir la noticia marcaba a las
paletas La Michoacana para saber –me dijeran– si había llegado mi sabor
favorito. Y no, no había llegado. Putos. Apagaré mi celular por tres días.
Luis Daniel Pulido
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