martes, 21 de abril de 2009

MI OJO IZQUIERDO ERA SYD BARRET

Anita Pulido y Marco Pulido, desde Boston


La mirada forja de manera paulatina la descripción con su respectiva sombra. El ojo, que no podrá dibujar un dragón con un solo juego de crayones, no tarda en descubrir el peso de su párpado, cuya obstinada arrogancia le cierra y salvaguarda.

La mirada hace otros planes, encuentra los medios y determina el curso, en igualdad de nostalgia, de todo lo que ve.

El registro tiene distintos tic tacs emocionales diseminados por el ojo, fisonomía de un improvisado equilibrista en los tiempos de nuestra buena memoria.

El ojo y su maquinaria de regiones suman puntos de paso en las plantas colgantes de mis nervios ópticos.

El ojo se repliega para abrirse cuando todos los sueños lo han abandonado y la mirada se desplaza como la serpiente que se resbala por tu piel y te envuelve y sientes su fuego, el plomo fundido que acaba con todo intento tuyo por salir de la asfixia. Por eso el ojo es también un tirano que corta los dedos al crepúsculo y se torna azul, helado, ártico.

¿Ves su hemorragia transmarina?

Y la mirada, como cualquier cuarto de hospital psiquiátrico, demanda arponeros imperiales de la dulce vida: carambola de origamis en un puerto de largas pestañas de mujeres que se desnudan.

Es el ojo que se pierde y se ciñe a la roca, sacrificado como un animal en una plaza pública.

Es el ojo que se disipa como el último habitante de una ciudad sin héroes.

El ojo es el sicario que se aproxima a la víctima tras cada parpadeo eventual o subsidiario de la más cruel mirada.

El ojo, el izquierdo, anuncia su partida desmantelando de manera inevitable la luz de lo que fue una felicidad aproximada.

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