Algo pasó, algo que nos rebasa, querido Marco. El Spaghetti Western de papá en las montañas de Chihuahua, las bibliopatías a espaldas de dunas que brillaban, diferentes mamás –porque las epistemologías del norte son tan distintas a las del sur y porque los cacomixtles, una vez trepados al rayo, desaparecieron. Y ya no hubo nada. Aparecimos en bibliotecas particulares, tú con una familia y yo peleando, cuerpo a cuerpo, y en la torre de los pendientes, con la sombra de un gobierno que odio desde la secundaria. Papá –te doy la triste noticia– murió. Debió ser la enorme ballena de Guaymas, también que Bermondsey no es Cambridge, ni Chiapas el lugar al que jamás perteneció, su soledad: no volver a abrazarlos a ti y a Ofelia. Su herencia para mí: una ramita de “tenmeaquí”, mi puño cerrado para no perderla. Y así pasaron los días, los vagones del tren que lo regresarían al norte –en su forma de otoño más largo, es una esquela del Fondo de Cultura Económica. De1994. La recorté del periódico. Con el tiempo, y con sus dobleces, ese papelito es también mi herencia. Pensé que la soledad me replegaría para siempre a las canciones de Nick Cave, a la impronta de la melancolía y la tristeza, hasta que la literatura y las referencias históricas y el mismo apellido y todo eso que apela al valor de subirse en barcos destartalados para zarpar e ir a ver ballenas en medio de la noche, nos reunió en el mar que imaginamos, el que escribimos: tú desde tu librero con Ofelia, yo en el lugar más sórdido que nadie puede imaginar. Tardé –por desactivar las llamadas de emergencia, o distraerme en los libros que leo, o por ese acto de violencia que sufriría en mi niñez– en nacer. Pero acá estoy, querido hermano, Marco Pulido. Hoy juegan los Yankees, creo. Y compré unas cervezas.
Luis Daniel Pulido
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