Ella es una tapatía orgullosa de serlo, orgullo sólo comparado con el de las muchachas de la frailesca. Ambas dueñas del mundo, con equipos de emergencia para salvar palabras en posible desuso: “pepenar” o “melolengo”, tonificación de los verbos, una bebida con alcohol por ellas.
Mi tapatía, que es algo mamila, polemista de la clase alta francesa, como las chicas de la frailesca (ellas polemistas nada más), comparten su amplio árbol genealógico, especie de sálvense quién pueda, pues todos, hasta yo, en una de esas, me recibirán con un “idiay vos primo”. Y será bonito. En Guadalajara soy sólo el venadito que habitó la serranía, un chaparrito sin familia, un fantasma en La Minerva.
No es mi intención empezar una guerra, pero va como chisme: hablaba con mi tapatía en una videollamada y su mamá, mi suegrita de Cajititlán, reina de las gorditas y picaditas de frijol, mataba unas palomillas. Gina le gritó “¡Amá, no las mates, esas las comen en Chiapas!”. Indignado, con esa indignación que pone en riesgo el corazón y va directo a lo último que acabas de comer, le dije “Gina, eso no comemos en Chiapas, comemos el nucú, la chicatana, tzizim, pura proteína…” Ya encarrerado, agrego: “Es más, si queremos, los freímos y luego los trituramos y nos lo metemos como perico, ¿cómo ves?”. Y Gina dice: “Ya cálmate, Pánfilo”. Y nos desvelamos discutiendo sobre el segundo piso de su “adorada” 4T. ¡Cuánta necedad en tan lindos ojos! Por eso, antes de que me dé una embolia, le digo que sí, a pesar de todo, la quiero mucho. Y me sobo el lado derecho de mi rostro que ya me tiembla como gelatina Jello.
Luis Daniel Pulido
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