El equipo ya tenía historia: un joven portero, Hugo Martínez Gómez, llamado cariñosamente “Coco”, lo hizo posible. Cansado de jugar con señores mayores que él, con riesgo al despojo (tenía los mejores guantes, los mejores uniformes), al vicio en turno, a la mala publicidad que dan los jugadores gordos, renuncia a la carta magna de todo el futbol llanero: jugar en Aztecas significaba compromiso de verdaderos hombres, puntuales y comprometidos. Así que abandona a esos tipos destinados al fracaso y propone a sus amigos de la escuela, del barrio, a ser parte de su idea: un dream team, su dream team. “Coco” se haría cargo de todos los gastos y, además, en su Renault 12, berlina indestructible, transportaría a todos o casi todos los jugadores al partido. Así logra reunir a la base de aquel equipo: Manolo y Mauricio, como defensas, y de delanteros, un par de jóvenes que dejaron una estela de hombres caídos, driblados, vencidos, un par de cracks: Enrique y Gil Valencia. ¿El portero? Un titularísimo e inamovible “Coco”. Como admiradores de su juego nos sumamos, mayores en edad y mañas, el contador Carlos y yo: Luis Daniel Pulido. No hubo problemas, el buen Hugo me cedió su puesto y fui el portero de esos muchachos, sanos, que no tomaban alcohol, y que me invitaron cajitas de Kentucky Friend Chicken después de un juego (platicábamos en las jardineras de la Ciudad Deportiva). Cada partido era una fiesta, imposible no querernos como compañeros y amigos. Aztecas –ese equipo de futbol de salón al que llegué para ver los goles increíbles de Quique y Gil en primera fila, de sentirme arropado por esos dos jóvenes defensas: Manolo y Mauricio, de respirar esa luz futbolera que saltaba de todas partes, lo llevo en el corazón y está tan presente, que pareciera no pasó hace treinta años. Apunte: las edades de ellos eran de entre 18 y 22 años. Yo tenía 26 y el contador Carlos, 35 años. Y esté último, queridísimo abuelo, nos dejó una de las postales que un muchacho de 18 años como Gil Valencia, no pudiera creer: que un hombre alternara de mujer en cada juego. “¡No mames! ¿Se puede hacer eso?”, preguntaba. Pues no, pero nuestro amigo sí. “Coco”, como nuestro presidente y director deportivo le pidió, de favor, que se divorciara de la más callada, que era la esposa bajo la ley, y se decantara por la más efusiva para celebrar nuestras victorias, que era, en rol y presencia, la novia. Y sí, era más linda y nos echaba porras y cuando alguien hacía un faul grosero a uno de nosotros, encaraba al malvado agresor… ¡Cochino, hijo de tu p…!”, sentenciaba al que ya presentaba síntomas de parálisis facial por escuchar esa verdad que resonaba hasta el Cañón del Sumidero.
Gracias, Aztecas, por la oportunidad de jugar con ustedes.
Luis Daniel Pulido
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