Hay algo que sigue en mí vigente, que a pesar de que los sistemas educativos y psicológicos –dogmas que como lentos escorpiones marcaron mi cabeza, hundidos hasta entumecer mi lengua y callarme– me permite escribir sin posiciones referentes ni lógicos. Ayer me preguntaron algo sobre “un seminario virtual sobre derechos humanos” y yo respondí: “En el submarino voy solo, a veces veo peces extraños a través de los cristales. A veces creo que me guiñan un ojo, o sonríen”. La gente, más que extrañada, me vio con burla, desdén, con esa sinergia extra humana: sorna.
Tomé mis apuntes y vi las fotos de la celebración del natalicio de Ángel Albino Corzo, prócer chiapaneco y fundador de una tradición que convoca a sus descendientes, orgullosos de ese gran árbol genealógico y numeroso sembrado en la tierra, quizá, más noble del país. Y cuya sombra, me ha cobijado como se cobija al sediento y el huérfano. Más consecuencia de un accidente, porque mi imaginación es un ente incontrolable, no tiene límites y porque un camino directo es la forma más rápida de ir entre dos puntos, siempre llego antes a los hechos. La belleza, esa que va en unos ojos bonitos, una sonrisa congelada en el tiempo, un río que no se mueve, sigue igual, nada ha cambiado. Ahí estaba Mónica Corzo, como en la prepa, ahora ensenándome una palabra nueva “Ures”, pero ya antes (ella sin saberlo) a ser un buen ser humano.
Y me fui a leer a la Galería Disner. Y me aplaudieron.
Luis Daniel Pulido
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