Fue el primer gatito que adopté, su fulgor amarillo (o naranja, según la luz) despuntaba entre los arbustos del jardín, tímido y flaco. Maullaba, supongo, por hambre. Y todo semblante por hambre tiene algo que hace bello al mundo: la piedad hacia al necesitado. El amor a lo frágil, a lo que está expuesto a la crueldad de los humanos. La amistad fue recíproca. Y me trajo a sus amigos: Blanquito y Deimon, mi gatito ciego. Hoy ya no están conmigo los tres. Blanquito murió de cáncer, Deimon de viejito y mi querido gato amarillo-naranja lo tuve que dormir hoy. Lo atropelló un carro. Le hizo pedazos su mandíbula. Como pudo regresó a casa y lo curé. Dos días dándole de comer con una jeringa: leche y caldito de pollo. Pero sufría mucho y llamé al veterinario. La sugerencia fue dormirlo. Quizá el amor me hacía imaginar una operación milagrosa. No era posible. Lo acaricié lo más que pude, le hablé, me miró y yo también moría con él. La vida de por sí en este pueblo me es insoportable, y la muerte –que ofrece su amargo cielo negro todos los días– me hace sentir más solo y más triste. Lo llevé entre mis brazos a enterrarlo en el jardín. Adiós, amigo. Perdóname por no poder hacer más por ti.
Luis Daniel Pulido
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