jueves, 9 de enero de 2025

LA MUERTE NUNCA HA SIDO UNA FIESTA


 

Fue el primer gatito que adopté, su fulgor amarillo (o naranja, según la luz) despuntaba entre los arbustos del jardín, tímido y flaco. Maullaba, supongo, por hambre. Y todo semblante por hambre tiene algo que hace bello al mundo: la piedad hacia al necesitado. El amor a lo frágil, a lo que está expuesto a la crueldad de los humanos. La amistad fue recíproca. Y me trajo a sus amigos: Blanquito y Deimon, mi gatito ciego. Hoy ya no están conmigo los tres. Blanquito murió de cáncer, Deimon de viejito y mi querido gato amarillo-naranja lo tuve que dormir hoy. Lo atropelló un carro. Le hizo pedazos su mandíbula. Como pudo regresó a casa y lo curé. Dos días dándole de comer con una jeringa: leche y caldito de pollo. Pero sufría mucho y llamé al veterinario. La sugerencia fue dormirlo. Quizá el amor me hacía imaginar una operación milagrosa. No era posible. Lo acaricié lo más que pude, le hablé, me miró y yo también moría con él. La vida de por sí en este pueblo me es insoportable, y la muerte –que ofrece su amargo cielo negro todos los días– me hace sentir más solo y más triste. Lo llevé entre mis brazos a enterrarlo en el jardín. Adiós, amigo. Perdóname por no poder hacer más por ti.
Luis Daniel Pulido

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