Tuve un suegro, exsuegro hoy por el papel asignado de mi expareja enojada conmigo por un pequeño detalle y no me respondan ¿en qué lugar te piden el divorcio por correr un medio maratón? Pues en esta comedia mexicana de ultraderechas prianistas e impolutos izquierdistas, donde el que no cae, resbala sobre el sagrado petróleo mexicano o por los relieves ideológicos de los textos de la nueva escuela mexicana, eso pasó. Mi exsuegro, que es el tema de este texto, forjado en las minas de Cananea, con líneas de tierra en la frente que su hija le limpiaba con ese amor profundo que tienen las niñas por el héroe de la casa, llevaba puesta la camiseta: “México, tierra de oportunidades”. Buen hombre y buen conversador, me lo imaginaba acariciado la cabeza de un perro –que nunca tuvo– con su mano derecha, que caía, cansada, sobre un Cerbero viejo al que alguna vez, también, le tocó la lira para calmarlo y llevarlo a casa. Mi suegro, norteño, no daba vueltas para nombrar los vacíos: se viene un mundo y un país sin posibilidades de utopías que nos harían mejores; los olivos, el árbol de Atenea, los símbolos de la cultura mediterránea, los viejos campesinos de las sierras, el teatro de Lorca, arar la tierra, serán borrados de la memoria.
A pesar de su bonhomía llegó a ser miembro de un sindicato, donde estudió leyes, Historia de México, las antesalas de la medicina en un libro de mil ochocientas páginas donde aprendió a curar dolores de angina, empachos, hasta asistió en la calle a una mujer embarazada para susurrarle al oído las rutas de la vida.
Me aceptó como otro miembro de la familia, como otro hijo, sin recelo y desconfianza. Como si nos conociéramos de años. Yo, prácticamente huérfano, su conversación era lo más cercana a tener un padre. No leía libros ni periódicos a gran velocidad, se detenía en lo que por deducción o análisis o disonancia ética le parecían las frases falsas, arengas a los gobiernos por periodistas sin escrúpulos. “Ah, gobierno corrupto y periodistas corruptos, esos gusanos corales de un país que se ha hecho imposible de vivir”, me decía para después contarme cómo sacó su Suburban atascada en la arena de una playa virgen en Sonora (una noche de las más oscuras que se haya visto) mientras su hija, hoy mi expareja, miraba las estrellas.
Mi suegro se acomodaba el sombrero y me sumaba a la deconstrucción de la genealogía del poder en México. Horas y horas platicando de eso que no pasaba ni cambiaba nada, era sólo una experiencia reveladora de otros libros y en consecuencia, su valor era amoroso y significativo sólo para nosotros. Y así amaba yo a su hija, me iba al trabajo, regresaba para ayudar en lo que restaba para hacer de la casa la gesta más grande de honor: protocolo, etiqueta y cortesía.
Mi exsuegro iba a las fiestas del sindicato para tomarse sus “bacachos” bien cargados. Una vez me atreví a pedirle una cuba y escupí el fuego del Bacardí al piso y la deshonra fue inmediata: me acercó un vaso de horchata.
Lo dejé de ver por el divorcio, esa ruptura humana, jurídica, social, cultural, a mar abierto un domingo por la tarde, cuando la tristeza es el helado que se derrite, se vence, cae al piso, lo lame un perrito y empieza a sonar la campana de la iglesia…
Mi exsuegro murió hoy. Lo supe porque mi exmujer me escribió un mail al correo “viejito”, que no borré como buen agricultor de las redes sociales (los que empezamos y descargar canciones nos llevaban días hacerlo) no porque la amara todavía sino por si algún día quisiera decirme algo, te extraño, por ejemplo. Fue, pues, leer el mail, un hecho fortuito, de suerte, broma del destino ¿tendrá la misma contraseña?
Una pena lo de mi exsuegro. Y una pena que ese domingo que salí a caminar hubo también ese medio maratón donde mujeres muy bonitas corrían en sentido contrario de mí, que decidido y dando media vuelta, me orienté hacia donde esas mujeres bonitas, sexis, con ojos bonitos además corrían hacia la meta. Tribales y sagradas, me hicieron tocar el cielo más alto, y caer y gatear como un niño feliz de estar feliz.
Pero todo ese momento, toda esa felicidad terminó cuando mi esposa, hoy exesposa, vio todo lo que les cuento parada en la orilla de la carretera, ya casi llegando al pueblo. Bien dice el dicho: nadie soporta la felicidad del otro.
Ah, lamento mucho lo de mi exsuegro. En pants descanse.
Luis Daniel Pulido

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